Ojos verdes

La plaza de San Juan de Badajoz y las confluyentes tenían a principios de los años setenta una destacada actividad comercial todavía. No habían llegado los hipermercados ni las grandes superficies a las afueras. Además, la ciudad empezaba a deslizarse hacia el poniente, siguiendo quizás la luz de los bellos atardeceres reflejados sobre el Guadiana.

Los compañeros con los que yo me codeaba solíamos tomar las copas de los fines de semana y fiestas de guardar en dos bares que estaban uno frente a otro en la calle santo Domingo: ‘El del Jamón’ y ‘El Escorial’. Perdíamos poco tiempo en los traslados. También visitábamos alguna noche de ‘cordeleo’ otros lugares de reconocida reputación estudiantil, como los de la calle Zurbarán, que estaba bien surtida de establecimientos.  Nada de cubatas, las economías no estaban para dispendios. Cerveza y vino. Algunos días bajábamos por la calle Vasco Núñez hasta la casa del ‘Nene’, a tomar su vino edulcorado y sus peces del río, que guardaba en una olla y servía, si no los mercabas recién fritos, a temperatura ambiente, o sea, fríos. Otros mediodías de sábados íbamos a un bar tipo bodega, con conos y tabernero de papada y venillas rojas en los mofletes, cerca de Puerta de Palmas, a degustar unas morcillas que llamaban mondongas y nos sabían a gloria bendita.

Otras tardes visitábamos por la novelería y por ver a las dependientas guapas el recién inaugurado centro comercial de ‘Simago’, en la plaza de San Francisco.

En él trabajaba, en la sección de dulcería, Marisol. Yo iba por allí siquiera fuera por recibir la brisa fugaz de su mirada. Desde los balcones de sus ojos podías contemplar las aguas del Caribe. Te perdías en la profundidad del horizonte verde y traslúcido. Tenía una sonrisa lindera con la melancolía que a mí me atraía como al perdigón el canto de la perdiz en mayo. Bien entendido que mis observaciones las hacía guardando las distancias, casi sin que ella se diera cuenta, aunque dicen que una mujer sabe cuándo la estás mirando, a pesar de que no te vea. Yo aprovechaba cuando atendía a otros clientes porque cuando me atendía a mí el rubor me hacía zozobrar y naufragaba. Lo máximo que conseguí fue alguna hartera de dulzainas porque esa atracción no pasó del zaguán de la casa de Platón.

Eran también años de cine. Lo considerábamos una buena alternativa para pasar la tarde de los sábados y domingos. Recuerdo ahora a bote pronto el ‘López de Ayala’, ‘Menacho’, ‘Conquistadores, ‘Avenida’ y la sala de arte y ensayo, ‘Pacense’. Allí vi la película Darling, dirigida por John Schlesinger y protagonizada por la bella Julie Christie, la inolvidable Lara de Doctor Zhivago.  Otros ojos como los de Marisol. Pero esos estaban pantalla por medio y así podía recrearme en cada detalle sin sentirme cohibido con la mirada penetrante de la protagonista y sin naufragios ruborosos.

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