Ojo con el glaucoma

 

 

 

 

 

Ni al enfermo ni a sus familiares les agradaba hablar del mal que aquel padecía. Incluso procuraban ocultarlo, a pesar de que en su cara, que es espejo y ventana, asomara el espectro violáceo de la enfermedad.

Las contagiosas alejaban a amigos y conocidos. La lepra y la tuberculosis fueron dos de las más temidas. Hasta las viviendas de estos enfermos sufrían el estigma años después de haber fallecido sus moradores. Pocos querían comprarlas.

 Había en el fondo de estas actitudes un sentimiento de rechazo en los demás y de culpa en quienes las sufrían.  Al dolor físico se unía el moral.

Lazareto y sanatorio fueron palabras que marcaron indeleblemente las vidas de muchas personas.

La actitud de la sociedad en cuanto a aceptación y comunicación de las enfermedades ha ido cambiando. Los médicos no enmascaran el diagnóstico y algunos personajes conocidos manifiestan públicamente que las padecen. Puede que sea una forma de enfrentarse valientemente a ella con el apoyo anímico de los demás para lograrlo. ¿Qué se consigue ocultando lo que tarde o temprano ha de saberse? Sin pregonar, pero con la naturalidad que exige el sentido común, se habla de dolencias a las que habremos de enfrentarnos cada uno de nosotros porque nadie goza de inmortalidad ni muere con una analítica perfecta.

Por si sirve de ayuda, y aprovechando que el domingo se celebra el día mundial del glaucoma, voy a contar una experiencia personal.

Me lo detectó un veterano oftalmólogo cuando fui a graduarme la vista por la presbicia.  Durante más de treinta años he usado colirios para mantener la presión ocular controlada, pero llegó un momento en que estos dejaron de hacer efecto.

El riesgo de sufrir un ataque de glaucoma agudo, popularmente conocido como dolor del clavo, era muy alto y las consecuencias abocan a la ceguera. La única solución consistía en una intervención quirúrgica.

Acudí a otros profesionales para contrastar. Los diagnósticos y remedios coincidían. En una de estas consultas el oftalmólogo me dijo que esa operación, si hubiera otras posibilidades, no se la recomendaría ni a su padre. Me asustó. No son formas de decirlo, señor galeno. En términos profanos consiste en hacer un drenaje para aliviar la presión que daña al nervio óptico.

Armado de valor me enfrenté a mi crónico miedo hospitalario y decidí someterme a otro tipo de intervención similar, pero no tan agresiva, con un oftalmólogo que me ofreció confianza sin alarmar. En sus manos me puse.

Primero un ojo, que no dio problemas, y después el izquierdo, que sí los dio. Pero, sin entrar en detalles y superado el trance, aquí estoy, aliviado por haber evitado de momento males mayores.

Animo a todos los que han llegado a los cuarenta años a que acudan a un profesional. El acto de medir la presión ocular es indoloro y breve y es la mejor manera de detectar y controlar esta anomalía silenciosa.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.