Primera colaboración en el periódico HOY. Sección RAÍCES
A principios de otoño, con las primeras lluvias y el olor a tierra mojada que llega desde el campo envuelto en vientos ábregos, comienza un nuevo año, el agrícola, el que determina las faenas y descansos en nuestros pueblos. La dureza de las labores campesinas ha mejorado con las modernas maquinarias y el penoso bregar de antaño se ha suavizado ostensiblemente. Terminados de apurar los últimos rastrojos por los rebaños de ovejas, los agricultores con tractores equipados con cabinas y modernos aperos se disponen a comenzar la sementera.
Antes la tierra labrantía se volteaba con arados tirados por bestias y con las manos del labriego asidas fuertemente a la mancera, apretando para meter la reja en la tierra. A la intemperie y de sol a sol. En un costal al hombro portaban la simiente que esparcían a voleo sobre la amelga en las recién abiertas entrañas de las hazas.
Sólo quedan reliquias de aquellos aperos en cortijos o adornando ventas y mesones.
El rodeo era el lugar donde la gente del campo acudía a hacer tratos para vender, comprar o cambiar los animales que ayudaban a la labranza.
Los de mi pueblo iban a Llerena. Al alba tenían todo preparado: las bestias aparejadas, la merienda en la hortera y la botella de vino a buen recaudo dentro la alforja.
Montados a mujeriega, por caminos hoy perdidos por el desuso o apropiados por linderos, se dirigían allí cuando el sol comenzaba a dorar rastrojos y besanas. En el trayecto comentaban entre ellos la forma de abordar el trato. Después de casi dos horas de viaje llegaban al lugar, situado en las afueras. Delante de los tratantes que los habían visto llegar disimulaban sus verdaderas intenciones de compra, venta o cambio. Había que examinar primero el ambiente. Tras el humo de un cigarro pasaban por los distintos grupos, viendo, oyendo y callando, mientras los animales abrevaban en el pilar después de la caminata.
La experiencia les aconsejaba no dejarse embaucar por las primeras impresiones. Los profesionales, generalmente de raza gitana, conocían las triquiñuelas del trato y una mula azuzada por la vara de mimbre podía mostrar unos movimientos ágiles y, vueltos a casa, llevarse un desengaño al descubrir que el animal, boyante en el rodeo, sin saber cómo, se convertía en torpe o falso.
Tras muchos tiras y aflojas se cerraba el trato con un apretón de manos. Nada de cajeros automáticos. El dinero en mano.
Por estas fechas también se celebraban los contratos verbales entre las grandes casas de labor y algunos de sus empleados: yunteros, pastores, gañanes, porqueros, cabreros… Trabajaban durante un año a las órdenes de aperadores y mayorales. Si el trabajo era satisfactorio renovaban al año siguiente el pacto. La situación laboral de estos trabajadores era intermedia entre los fijos y los eventuales. Los llamaban acomodados.
Antes, como ahora, la tierra se abre a la esperanza de un nuevo ciclo. Eso sí, con la mirada en el cielo del que se aguarda y se teme todo, que en eso pocas cosas han cambiado.