Nuestras casas

Los bloques de pisos son corazones que laten con pulsaciones luminosas desde que empiezan a encenderse las primeras luces en sus habitaciones hasta que se van apagando poco a poco.   Cada punto de luz es un latido. Aunque se perciben desde fuera, solo los que están en su interior saben los motivos por los que se encienden o se apagan.  Marcan las horas de sueño y los desvelos. El llanto de un niño que despierta a los padres, la encarnación del amor o el desasosiego de los que esperan. Tal vez un malestar repentino.  La vida, con sus preocupaciones y esperanzas.

Las viviendas son los refugios en los que nos resguardamos de la intemperie. Lugares donde hallamos descanso y, sin composturas ni poses obligadas, nos relajamos. Los silencios no son incómodos y las palabras fluyen espontáneas, sin cumplidos ni obligación de tener que abrir la boca.

La alegría y la tristeza se manifiestan sin filtros, también los enfados y, desgraciadamente, a veces, la violencia.

De niños corríamos hacia la nuestra cuando nos encontrábamos en apuros, como los animales lo hacen a sus madrigueras si presienten el peligro.

¡Ay los timbres en la madrugada y los aporreos en las puertas a deshoras, cuando no se espera a nadie! Toques de ansiedad cuyos ecos quedan flotando en el silencio de la incertidumbre. ¿Quién será a estas horas?

 En los pueblos las casas han dejado de ser los lugares donde se desarrollaban tres hechos fundamentales: nacer, celebrar los casamientos y velar a los muertos. Vida, amor y muerte. Las tres heridas que escribió Miguel Hernández.

La comadrona y las vecinas ayudaban a dar a luz. Los parientes de ambas ramas preparaban los convites de las bodas. En los duelos se despedía al difunto acompañándolo por última vez.

Cuando la noche estaba en su cresta y los gallos aún no habían movido la suya para picar el alba, quedaban la familia y los vecinos más allegados. Entre cabezadas se fumaba y se charlaba con lagunas de silencio en las que solo se oía el tictac del reloj, marcando la cuenta atrás a la alborada. Alguien, que se asomaba al exterior de vez en cuando, anunciaba el clarear. La luz del día pasaría de largo, por primera vez y para siempre, por las pupilas inertes del difunto.

Lo dijo Pascal. Todas las desdichas vienen por no saber permanecer en casa. Te acuerdas en los apuros.

Una noche borrascosa, con viento y lluvia, regresábamos un grupo de amigos de la discoteca de un pueblo cercano por una carretera poco transitada. Pinchamos una de las ruedas del coche. Casi a tientas, nos pusimos manos a la obra para cambiarla. Uno de los compañeros de expedición, paraguas en mano y de espaldas al ábrego, aliviaba la hinchazón de su vejiga.  Estando en estas, exhaló un suspiro que le salió del alma: “¡Quién estuviera en casa meando para acostarse!”

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