Hoy es Nochevieja. Cuando caiga la bola en el reloj de la Puerta del Sol exageraremos gestos y efusividad brindando con tintineo cristalino. Besos, muchos besos y abrazos, a conocidos y a menos conocidos.
¡Cuánta felicidad deseada y recibida!
Guirnaldas, serpentinas, matasuegras y confetis. Música estridente y petardos que convulsionan sorpresivamente nuestro cuerpo. Con este estruendo, si queremos hablar, no regalamos palabras, martilleamos el oído ajeno con gritos como los que damos desde el cuarto de baño para avisar que cambien la bombona porque empieza a salir el agua fría.
Al alba, cuando el sol vence al neón sobre un campo de batalla de cristales rotos, tomaremos chocolate con churros y farfullaremos torpemente las últimas frases antes de meternos en la cama donde seguirán los ruidos batiéndonos la cabeza.
El salto de la linde que separa los predios colindantes de las horas, linde ficticia en la línea continua del tiempo, estará dado. El ayer de un año que termina y el mañana de otro que comienza se unen en una alcohólica jarana desproporcionada y bullanguera mientras los minutos se suceden impasibles e inexorables en su lineal cuenta atrás. Pero ya no es ayer, sino mañana, canta Sabina. El hoy se nos evapora en el aire con las burbujas espirituosas del cava.