Las doce campanadas del reloj de la torre ponen límite todas las noches a los días. Sus sones se pierden inadvertidos y monótonos por las veredas del sueño. Aunque parezcan iguales cada vez que suenan, no es así. Son irrepetibles, como lo son las jornadas que cierran. Vienen otras, pero esas no regresan, como no regresaron las golondrinas de Bécquer.
A las últimas, las que traen las llaves de cierre y apertura del año, les preparamos una entusiástica bienvenida con uvas, cava, abrazos, papelillos, bengalas y serpentinas multicolores. Y ruido, mucho ruido. Música a tope de decibelios y explosiones de petardos arrojados al paso que provocan estremecimiento a nuestro cuerpo. Reacción que por aquí llamamos ‘cojetá’.
Cuando yo era niño en mi pueblo no se celebraba la Nochevieja. Con la Nochebuena, la Navidad, Año Nuevo y Reyes íbamos bien servidos. La fiesta que no alcanzaba la condición de las de guardar, con misa, repiques y liturgia era considerada de menor alcurnia. El cura la eludía por impía, pagana y desmadrada, a pesar de san Silvestre. Transcurría como el agua entre limo, silenciosa.
Sabíamos que en otros pueblos más grandes y en las ciudades había festejos. Algunos jóvenes se acercaban a Azuaga, que entonces gozaba de bien merecida fama por sus bailes y cotillones.
La primera imagen que guardo de esta celebración es la de un joven que regresaba de allí a casa, a esa hora del alba en que los piconeros van a la sierra y el día clarea entre los olivares, que canta la copla. Venía con una nariz de cartón sujeta a la nuca con una goma, un poblado mostacho y la cabeza llena de serpentinas.
Nosotros, los que hoy pasamos de los sesenta, empezamos a hacer nuestros pinitos en cocheras y locales acondicionados para la ocasión. Si no había corriente eléctrica lo solucionábamos de la forma más ingeniosa que podíamos en cuyos pormenores no entro por si todavía factura. El mobiliario fundamental era un tocadiscos o un radiocasete. Bailábamos y sobre todo bebíamos.
La televisión uniformó costumbres y llegaron los cotillones, los bailes y las cenas.
Ahora mis hijos salen y yo me quedo en casa. Hago un tránsito suave de un año a otro. Lo disfruto más buscando el silencio y la tranquilidad. ¡Cosas de mayores!
Al alba, cuando el sol vence al neón sobre un campo de batalla de cristales rotos, salgo para ir al campo. Me encuentro a jóvenes y maduros de primera hornada que regresan a casa como hormigas a las que pisan hormiguero. Debió ser dura la lucha por su aspecto. Un chocolate con churros entona el cuerpo antes de coger la cama.
El salto de la linde que separa los predios colindantes de las horas, linde ficticia en la línea continua del tiempo, estará dado. El ayer de un año que termina y el mañana de otro que comienza se unen en una alcohólica algazara desproporcionada y bullanguera mientras los minutos se suceden impasibles e inexorables en nuestra cuenta atrás. Pero ya no es ayer, sino mañana, canta Sabina. El hoy se evapora en el aire con las burbujas espirituosas del cava. Decía Machado que “ni el pasado ha muerto ni está el mañana ni el ayer escrito”. Más, con Neruda, confieso que este al menos lo he vivido.