La primera decepción me la llevé un día en el que dibujaba yo el portal de Belén en un paisaje blanco envuelto en copos de nieve. Nos explicaron que en la zona donde nació el niño Jesús la climatología no es propicia para este tipo de fenómeno atmosférico.
Muchos años después Benedicto XVI revela que el buey y la mula no estaban entre los acompañantes aquella noche, que los reyes magos no llegaron de oriente, sino de Andalucía, que la estrella del rabo era posiblemente una supernova…
Así será, pues doctores tiene la Iglesia, pero ya es tarde para desmontar el portal de Belén de nuestras mentes.
La Navidad es una fantasía, una burbuja de sensaciones que seguramente se desinflaría si se analizan racionalmente los acontecimientos. La imaginación popular ha ido alimentando a lo largo de siglos una quimera con campanitas, villancicos, guirnaldas, bolas de colores, luces, arroyos de plata, lavanderas, pastores al calor de la lumbre de celofán y angelitos cantando “Gloria in excelsis Deo”.
“¡No la toques más, así es la rosa!”, escribió Juan Ramón. Así es la Navidad que nos transmitieron y vivimos cuando niños y aunque así no sea, dejadla. Déjennos soñar por unos días, reinventar efímeramente la bondad cada solsticio. Necesitamos emociones nobles, un poco de buenos sentimientos y creernos que no somos tan malos como parecemos.