Los días de lluvia, como no se podían realizar labores en el campo, los hombres iban a los bares a echar el tiempo atrás jugando a las cartas. Hacían tercio por afinidades y llenaban la sala de humo y de voces. El juego de naipes más habitual era la subasta o tute subastado. En este cada uno de los tres jugadores puja por conseguir una cantidad de puntos a la vista de las cartas recibidas. El cuarto, si lo hay, reparte las cartas y descansa. El vocabulario de este juego ha trascendido a otras facetas de la vida, como la expresión cantar las cuarenta, que de la unión del caballo con el rey de los triunfos pasa a decirle a alguien resueltamente y con descaro lo que se piensa aunque le moleste. Cogerte en un renuncio por no servir la carta debida disponiendo de ella califica a una persona de mentirosa y contradictoria. Había acreditados expertos calculando los tantos justos que iban a conseguir y en adivinar las cartas que lleva cada contrincante al poco de empezar la partida. Arrastro y fallo eran las expresiones más usadas en los lances.
Pero hubo un tiempo en que apostar los cuartos a las cartas o en otras modalidades de juego no estaba permitido y se perseguía su práctica. Los jugadores, que siempre los ha habido, procuraban meterse en salas que estaban en un lugar discreto, lejos de los mirones y curiosos. El dueño, que se beneficiaba de la timba, bien en metálico o en consumiciones, mantenía la conveniente cautela y se mostraba ajeno por si alguna visita inoportuna irrumpía en el local.
Con nombre tan concluyente como “sala del burro” se denominaba en mi pueblo a la destinada a este menester lúdico-crematístico por los asiduos de Heraclio Fournier. El póquer, el ligado, las siete y media, el hijo puta, los montones y otros juegos de azar y arrojo eran algunas de las modalidades. Más de un caudal naufragaba cada noche por el río de los tapetes verdes. En literatura hay referencias a estos vicios: “Tres veces heredó; tres ha perdido al monte su caudal: dos ha enviudado. Solo se anima ante el azar prohibido sobre el tapete verde reclinado” (A. Machado, “Del pasado efímero”). De las frecuentes disputas entre Quevedo y Góngora nos quedan estas perlas que le dedicó el madrileño al cordobés: “Mucho tahúr, no clérigo, sí arpía…” “Misal apenas, naipe cotidiano…” “Yace aquí el capellán del rey de bastos que en Córdoba nació, murió en Barajas y en las Pintas le dieron sepultura”.
Un día llegó la guardia civil a un bar y sorprendió a los componentes de la timba en plena faena. Entre pescozones y prisas cada uno de los jugadores tomó las de Villadiego por donde pudo, sin tiempo de recoger los naipes ni los cuartos que cayeron al suelo en el desconcierto. Los demás clientes en prevención de males mayores se alejaron del lugar por si las moscas. Sólo quedó apoyado en la barra porque no podía moverse de la melopea un vecino que tenía por costumbre empinar el codo en demasía. “¿Y tú qué?”, le increpó uno de los guardias. Con media sonrisa forzada le respondió: “Pues mire usted, aquí tomando una copita para comer”.