De todos los regresos al internado, el de enero era el más doloroso. Las vacaciones de Navidad guardaban regusto a manteca “colorá” cerca de la candela, miradas de mocitas bellas prendidas en el cruce del paseo, juegos al leve sol de las tardes en los prados del ejido, a pecado que no era en la penumbra del guateque… Arrancar de cuajo esas vivencias y las cálidas horas del brasero para llegar al mármol frío de la humedad de los pasillos era un tajo cruel a nuestros cuerpos y sal para el sentimiento en carne viva. Éramos poco más que niños.
En la maleta llevabas las manos de tu madre en los pliegues de la ropa y los olores de tu casa recién abandonada. Abrirla en aquel cuarto impersonal era llenar de añoranza los anochecidos, esas horas de luz entreverada e incierta en que arrecian las dolencias del espíritu.
Los primeros días buscábamos rincones para estar solos y rumiar ausencias. Las palabras de los compañeros resbalaban por nuestros oídos como ecos lejanos.
Tardábamos varias jornadas en superar la murria; algunos más, tanto que eran llamados por los superiores para intentar aliviar su abatimiento.
Nos fortalecimos, cierto es, pero tan fuerte fue el ungüento que curtió la piel que aún hoy, después de tantos años, se siente la costura cuando se pasa la mano del recuerdo, como si algo hubiese sido roto abruptamente y se perdiera para siempre ligazón. Como agua que no llega a labios secos y, derramada en el suelo, ni aplaca la sed ni vuelve al venero.