Las mujeres fueron tan fundamentales y abnegadas como marginadas en aquellos años plúmbeos de escaseces en los que en España, decían, empezaba a amanecer. Piedras angulares de la vida familiar, organizaban y trabajaban en las casas de penumbra a penumbra. Su única distracción y relativo descanso llegaba al caer la tarde cuando se sentaban detrás de la ventana o se reunían con otras vecinas en los patios a escuchar novelas en la radio, como la célebre Ama Rosa, mientras zurcían, bordaban, hacían ganchillo o confeccionaban abrigos de punto con la rapidez y destreza con que frotan las moscas sus patas delanteras. De tanto escuchar esas radionovelas hasta a los niños que merodeábamos por allí se nos quedaron en la memoria los nombres de los guionistas, Guillermo Sautier Casaseca y Rafael Barón y los de algunos actores como Juana Ginzo, Matilde Conesa o José Fernando Dicenta.
Recuerdo a las abuelas sentadas en las sillas costureras estirándose el pelo hacia atrás y recogiéndolo en un moño con una peineta curva ante un pequeño espejo. Después con sus gafas de cerca sujetas a la cabeza con una goma elástica se unían a las labores. Hablaban poco. De mayor comprendí que quizás su silencio se debiera a que habían conocido demasiadas barbaridades y que estaban muy cercanos el miedo y las heridas, a veces dentro de sus propias familias. Evitaban hablar de esos temas sobre todo delante de los niños. Alguna vez capté susurros temblorosos que no entendía, pero lo que no podían ocultar era el brillo de los ojos cuando lo hacían.
Pocas mujeres salían de sus casas para viajar si no era por motivos de enfermedad. Con escasísimas posibilidades de estudiar el matrimonio era su aspiración. La viudedad y la soltería suponían más dificultades para la subsistencia si no se disponía de capital.
En tiempo de recolección, si las contrataban, conseguían los jornales para todo el año cobrando, como era normal entonces, menos que los hombres. También espigaban o iban al rebusco.
Espigadoras al atardecer. Jules Bretón
Mujeres que pasaron de puntillas por la vida solventando sus necesidades básicas con esfuerzo, resignación y alguna ayuda ajena, como Ángeles, mujer humilde, de expresión triste y mirada llorosa con unos ojos marcados por profundas ojeras, siempre vestida de oscuro y con un pañuelo cubriéndole la cabeza. Iba a los entierros con una mesa cubierta de tela negra para que los que portaban al difunto a su última morada pudiesen descansar cuando el sacerdote rezaba en los responsos y asperjaba el féretro con agua bendita. Así de parada en parada. La familia del difunto la gratificaba después con lo que su voluntad consideraba oportuno.
Observé muchas veces a algunas vecinas al anochecer cuando se dirigían a la tienda de comestibles con un plato metálico bañado de porcelana descascarillada a comprar dos sardinas. Las sacaba el tendero de una lata grande que estaba en un extremo del mostrador, cerca de la balanza. Le pedían que les echara una cucharada de aceite sobre el pescado para mojar en él. Era su cena.