Murió el padre de una tristeza amarga,
de un vacío de cueva succionada
por el hondo suspiro de la hiel.
La herencia que a su hijo le dejaba:
los honrados sudores de su piel
y unas manos frías y encallecidas.
Tras años enterrando las semillas
por los surcos del aire, se perdieron
los frutos de la siega y las gavillas.
No hay más rentas anotadas en su haber.
En el lecho de muerte su mirada
expresaba la cruel desolación
de una vida sin nada que ofrecer.
Y si no fuese poca su desdicha
con el último aliento de su voz
y la angustia de verse fenecer
imploraba y pedía la absolución
temeroso de ver a Lucifer
por pecados que nunca cometió.