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No lloraba ante sus hijos
por no añadir un dolor
al que minaba su cuerpo.
Cuando se quedaba sola
se metía en su habitación
y entonces se desahogaba.
No eran lágrimas por ella,
¡eso bien lo sabe Dios!
Eran lágrimas por ellos,
de pensar que si moría
sufrirían el desconsuelo
y el vacío de su ausencia
al regreso de la escuela
sin que nadie respondiera
a la voces de ¡mamá!
¿Quién le dará los abrazos
y los cubrirá de besos
cada noche al acostarse?
¿Quién se sentará en sus camas
para ahuyentarles los miedos
si despiertan asustados
en la oscura madrugada?
Por eso lloraba sola.
Esa pena la agobiaba
más que el peor sufrimiento
que castigara a su cuerpo.
Una tarde de febrero
la vida estaba de huida
y la muerte le acechaba
al borde de sus ojeras.
Desea que vengan sus hijos,
pero sin que ellos se enteren
de la cruda realidad.
Les narra un cuento de viajes
que emprenderá en primavera
por regiones celestiales.
No podrán acompañarla,
pero ella desde allá arriba
los verá todas las noches
cuando salgan las estrellas.
El viaje será muy largo,
pero no se cansará
porque irá siempre dormida
entre pétalos de rosas.
Y les dice que algún día
se volverán a encontrar
en una casa encantada
donde no hay que trabajar
ni hacer deberes del cole.
Cuando pasó una semana
llegó la muerte a por ella
para un viaje sin regreso
más allá de los luceros.
Y cada noche, anhelantes,
las miradas de sus hijos
la buscan por las estrellas
y le tiran unos besos
porque su madre les dijo
que aunque se encuentre muy lejos
ella los estará viendo
desde un trocito del cielo.