Pronto volverán las grullas a las dehesas y campiñas extremeñas surcando los caminos del aire. Acompañan su vuelo en punta de lanza con un bullicioso gruir que nos hace elevar la vista al cielo. Llegan cada año huyendo del frío del norte para hibernar en estas zonas más templadas cuando la bellota está madurando y sembradas las tierras de labranza. Les hacen la competencia a los cerdos en sus despensas de bellotas en tiempo de montanera, esos animales tan denigrados en nombres como apreciados en carnes.
Le escuché decir al profesor Grande Covián al responder a un comentario sobre los posibles inconvenientes del consumo de su carne que no se metieran con ellos porque esos animales habían salvado muchas vidas. Y es que tiempo atrás, cuando la escasez de alimentos resaltaba los pómulos, en el medio rural, el que podía, criaba uno o dos para la matanza, bien en el campo o en una pequeña zahúrda en los corrales.
Sus productos formaban parte fundamental de la dieta diaria. La mayor parte de los días se hacían cocidos con su carne y si había que llevar merienda al trabajo no faltaba algo de ellos en la hortera. Solucionaban comidas cuando otras ocupaciones no habían dejado tiempo para cocinar. “Anda, sube al doblado y trae un salchichón o un chorizo”. Colgados de puntas en los maderos o en varas sujetas con tomizas al techo, componían-chorizos, morcillas y salchichones- una bandera tricolor que no hacía distingo entre monárquicos y republicanos.
Aquellos huesos con abundante carne, adobados con pimentón de la Vera que se les echaba a los pucheros en los meses de invierno, las orejas, el rabo, las carrilleras, el tocino fresco que temblaba al menor roce de la cuchara, las costillas con arroz o con patatas, las tortas de chicharrones… Se me va haciendo la boca agua sólo con recordarlos.
El cochino de montanera era el más apreciado. Libre, entre encinas, cerro arriba, cerro abajo, con lluvias y soles, apretando carnes y acumulando oleicos en sus perniles con el consumo de bellotas. Por algo el nutricionista José Mataix Verdú lo calificó como “olivo con patas”.
Un estudio realizado hace unos años por un grupo de facultativos de Badajoz demostraba las bondades del jamón ibérico de montanera. No vi a las religiosas que se prestaron a colaborar en este experimento, pero las imagino después de la dieta con un brillo en sus rostros parecido al de una manzana tras frotarla en la pechera.
Una mañana de caza a la hora del almuerzo paramos al resguardo de las paredes de un viejo cortijo. Un compañero hizo una pequeña candela y se puso a asar un trozo de tocino fresco pinchado en un palo. Se arqueaba la corteza y las gotas de grasa caían avivando el fuego. Se fue dorando poco a poco la presa hasta llegar, sin traspasarlo, al umbral de churruscarse. Tomó un pedazo de hogaza y le dio lecho en él. Coronó la obra con su dedo gordo sobre otro trocito de pan para sujetarlo y no quemarse. Con la navaja fue cortando y comiendo aquel manjar con los ojos entornados de placer.
¡Ay, si no fuera por los asteriscos de las analíticas, esas alertas chivatas de colesterol y triglicéridos!