Montanera

GRULLAS4
Pronto volverán las grullas a las dehesas y campiñas extremeñas surcando los caminos del aire.  Acompañan su vuelo en punta de lanza con un bullicioso gruir que nos hace elevar la vista al cielo. Llegan cada año huyendo del frío del norte para hibernar en estas zonas más templadas cuando la bellota está madurando y sembradas las tierras de labranza. Les hacen la competencia  a los cerdos en sus despensas de bellotas en tiempo de montanera, esos animales tan denigrados  en nombres como  apreciados en carnes. 
 Le escuché decir al profesor Grande Covián al responder a un comentario sobre los posibles inconvenientes  del consumo de su carne  que no se metieran con ellos porque esos animales  habían salvado muchas vidas. Y es que tiempo atrás, cuando la escasez de alimentos  resaltaba los pómulos, en el medio rural, el que podía, criaba uno o dos  para la matanza,  bien  en el campo o en una pequeña zahúrda en los corrales.
 Sus productos formaban parte fundamental de la dieta diaria. La mayor parte de los días se hacían  cocidos con su carne y si había que llevar merienda al trabajo no faltaba algo de ellos en la hortera. Solucionaban comidas cuando otras ocupaciones no habían dejado tiempo para cocinar. “Anda, sube al doblado y trae un salchichón o un chorizo”. Colgados de  puntas en los maderos o en varas sujetas con tomizas al  techo, componían-chorizos, morcillas y salchichones-  una  bandera tricolor que  no hacía distingo entre monárquicos y republicanos.
 Aquellos huesos con abundante carne, adobados con pimentón de la Vera  que se les echaba a los pucheros en los meses de invierno, las orejas, el rabo, las carrilleras, el tocino fresco que temblaba al menor roce de la cuchara, las costillas con arroz o con patatas, las tortas de chicharrones… Se me va haciendo la boca agua sólo con recordarlos.
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El cochino de montanera era el más apreciado. Libre, entre encinas,  cerro arriba, cerro abajo, con  lluvias y soles, apretando carnes y  acumulando  oleicos en sus perniles con el consumo de bellotas.  Por algo el nutricionista José Mataix Verdú lo calificó como “olivo con patas”.
 Un estudio realizado hace unos años por un grupo de facultativos de Badajoz demostraba las bondades del jamón ibérico de montanera. No vi a las religiosas que se prestaron a colaborar en este experimento, pero las imagino después de la dieta con un brillo en sus rostros  parecido al de una  manzana  tras  frotarla en la pechera.
 Una mañana de caza a la hora del almuerzo paramos al resguardo de las paredes de un viejo cortijo. Un compañero hizo una pequeña candela y se puso a asar  un trozo de tocino fresco pinchado en un palo. Se arqueaba la corteza y las gotas de  grasa caían avivando el fuego. Se fue dorando poco a poco la presa hasta llegar, sin traspasarlo, al umbral  de churruscarse. Tomó un pedazo de hogaza y  le dio lecho en él. Coronó la obra con su dedo gordo sobre otro trocito de pan para sujetarlo y no quemarse.  Con  la navaja  fue cortando y comiendo aquel manjar  con los ojos entornados de  placer.
¡Ay, si no fuera por los asteriscos de las analíticas,  esas alertas chivatas de colesterol y triglicéridos!

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