Monaguillos

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Fui monaguillo de repiques, de ayudantía y de trastienda, que en gajes eclesiásticos recibe el nombre de sacristía. No figuraba yo en la nómina de los doce duros al mes que el cura estipendiaba a los fijos, sino en el ramo de aficionados y en cierto deber moral que nos comprometía a los seminaristas. Conocíamos los monaguillos mejor que nadie los entresijos ceremoniales de las misas y sus prolegómenos de sacristía. Ayudar al cura a vestirse para las funciones religiosas era tarea reservada a los veteranos del escalafón. Había que saber diferenciar colores para cada tiempo litúrgico y prendas para cada ceremonia: amitos, albas, cíngulos, casullas, roquetes, estolas, manípulos… y conocer el orden de su colocación. Cuando los curas se las guisaban en latín, corría por los mentideros del vulgo una explicación apócrifa y burlona del significado de las misas, que nos refirió un día un sacerdote para explicarnos una de las razones de la implantación de la misa en el idioma del país.

La versión era que en las misas antiguas salía el reverendo de la sacristía, calado de bonete, con dos acólitos de escolta y oficiaba en el altar mayor, de espaldas a la feligresía. Poco más entendían los presentes que los momentos en los que había que levantarse, sentarse o postrarse. De vez en cuando el cura se daba la vuelta, abría los brazos y decía el conocido y repetido “dominus vobiscum”, que los fieles, faltos de conocimientos latinos, traducían libérrimamente como “¿alguno de vosotros lo ha visto?”, deduciendo que se referiría al extravío del gorro llamado bonete, porque de la sacristía seguro que salió con él y ahora no lo llevaba en la cabeza.

A media misa recorrían los monaguillos los bancos con bolsas pidiendo limosna. La crédula parroquia pensaba que iba destinada a sufragar la reposición de la prenda desaparecida. Así que a colaborar, aunque bien sabía Dios que ellos no habían sido los usurpadores de tan sagrado complemento y de la dignidad que conllevaba.

Contento el cura con lo recaudado en la colecta echaba un trago para celebrarlo, y agradecido, en justa correspondencia, repartía hostias a todo el que quería acercarse. Entiéndase en el nutricio sentido de la palabra.

Por fin, uno de los monagos se separaba un poco y de un rincón, sin saber cómo, regresaba con el bonete en la mano. El cura se lo calaba y, los monagos delante, enfilaban satisfechos el camino de regreso a la sacristía cantando: “La misa ha terminado cantemos con fervor que nuestra vida sea una misa señor”. No deja de ser una hipérbole humorística para resaltar la barrera de desconocimiento que se levantaba entre el oficiante y los fieles.

Termino con dos anécdotas de aquellas funciones y de aquellos tiempos. A la hora de la comunión un monago sostenía una vela y el otro ponía la bandeja debajo de la barbilla del comulgante para que en caso de que cayera la sagrada forma o una partícula por minúscula que fuese lo hiciese sobre ella. Nos distraíamos mi amigo Francisco y yo, a falta de ocupaciones más complejas, viendo como sacaba la lengua cada uno de los comulgantes. Había una mujer con un ojo de cristal que nos provocaba la risa cada vez que acudía. El cura, que ya conocía nuestra debilidad, nos miraba con el rabillo del ojo a los dos cuando la buena mujer se acercaba en la fila, no sé si advirtiéndonos para que nos contuviéramos o siendo cómplice de nuestro regocijo.

Un secreto de sacristía era el lugar donde se guardaba el vino para la consagración. Estaba bajo llave en uno de los armarios. Sólo el sacristán era el encargado de llenar las vinajeras. Un día, bastante tiempo antes de empezar la misa, tuve que ir, mandado por el cura, a llevar algo y sorprendí al sacristán dándole un trinque a la botella. Como no había explicación posible que justificara la libación, me ofreció como una especie de chantaje y complicidad probar el fruto de la vid de la botella que aún tenía en sus manos. Así obtuve una posición de privilegio en el trato que de tarde en tarde se materializaba con un trago de aquel vino tan exquisito.

Referido sea todo lo anterior con el máximo respeto y sin ánimo de molestar, pero así fue y así lo cuento.

Llerena, 18 de febrero de 2015. Tertulia literaria del ateneo llerenense.

 

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