Monaguillos y campanas.

monaguillo1

Había monaguillos fijos, que recibían de estipendio doce duros al mes, y eventuales. Estos ejercían por Semana Santa y lo hacían por devoción o curiosidad  y  sin asignación.

 Lo que más nos gustaba era subir a la torre a repicar las campanas. Allá arriba me sentía  privilegiado por conocer  una noticia que hasta que yo empezase a tocar las campanas  los demás ignoraban. Era yo quien decidía cuándo los vecinos  iban a enterarse de que alguien había muerto y el comienzo de las glosas del difunto en  los mentideros del pueblo. O el aviso de que el sol en lo alto anunciaba el mediodía.

 Había tañidos tristes, los dobles,  que comunicaban muertes con la señal  y despedían a los vecinos para siempre. Tres para el hombre y dos para las mujeres separados por un toque  de campana chica.  Lentos y espaciados, sollozos de bronce que   recorrían el aire hasta dejarse caer de tristeza en los rincones. Las mismas campanas  recibían jubilosas  a los recién nacidos el día de sus bautizos,  festejaban bodas o acompañaban festivas  el recorrido  del patrón por las calles del pueblo. Alertaban de incendios con toques monocordes y repetidos de una sola campana. Sonaban al alba para misa temprana,  a las doce para el ángelus, al mediodía para vísperas, a  las tres en verano y a las dos en invierno y al atardecer.  Un lenguaje que no necesitaba intérpretes.  Pensaba yo entonces que las campanas  tenían sentimientos, que se alegraban o entristecían con nosotros.  

Una tarde de noviembre subimos al campanario para el toque de oración.  Invitamos al acto  por nuestra cuenta y riesgo a varios amigos para que conocieran de cerca el lugar y comprobaran nuestra destreza combinando los sones. Levemente echados hacia atrás los cuerpos, bien asentados los pies en el suelo, con la soga de la campana gorda en la mano izquierda y la de la pequeña en  la derecha agitábamos  los badajos con acompasado ritmo.  

Nuestros invitados  aguardaban vez  para hacerlo.  Tanto fue el entusiasmo que pusimos en enseñarles y ellos en aprender  que no nos dimos cuenta del tiempo que habíamos dedicado  a tan sonoras lecciones. Debió de ser bastante porque el párroco nos esperaba  al final de las escaleras del coro repartiendo pescozones  a diestro y siniestro. Había acudido alarmado por el recital inusual, convirtiendo aquella tarde gris de sirimiri  en una fiesta de repiques largos y variados.

Monaguillos

Los monaguillos conocíamos cada rincón de la iglesia y de la torre y los entresijos de la sacristía, entre ellos el lugar donde se guardaba el vino de consagrar.

Una noche observé que el cura de un pueblo cercano que venía a ayudar al párroco en las  grandes solemnidades abrió la puerta y  tomó  antes de dirigirse al púlpito  un vaso de vino. Los fieles a la salida se hacían cruces ensalzando la  hermosura y vehemencia del sermón. Pensé yo con mi razonamiento infantil si un ángel oculto en la botella, como el mago de Aladino,  lo habría inspirado en su magnífica oratoria.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.