La jerarquía eclesiástica se reflejaba también en los monaguillos. Los colores rojo, blanco y negro marcaban los grados. Los que vestían sotana negra y roquete blanco pertenecían al estamento superior. En él estaban los monaguillos de oficio, algo así como la curia parroquial, junto con el sacristán, que era el camarlengo cuando faltaba el cura. El sueldo que percibían estos monaguillos de oficio, que solían ser dos, era de doce duros al mes. Sus obligaciones consistían en ayudar en todos los actos litúrgicos y tocar las campanas. Los toques del campanas eran los del ave María, por la mañana temprano, los del Ángelus a las doce del mediodía, las vísperas a las dos o a las tres de la tarde, según fuese invierno o verano y los de la oración al atardecer, además de los toques extraordinarios con motivo de funerales o bodas. También acompañaban los monaguillos al cura a dar la unción a los enfermos y a llevar el viático. Ahora se hace discretamente, pero en aquellos tiempos iban los monaguillos y el sacristán tocando una campanilla por la calle y otro portando una cruz y precediendo al cortejo. El cura, con sotana y roquete. Las personas que se cruzaban con esta medio procesión se ponían de rodillas y se santiguaban y los hombres descubrían sus cabezas.
La sacristía era el lugar donde los monaguillos tenían su cuartel general y su intendencia. A la izquierda, según se entraba, había una percha donde se colgaban las sotanas y roquetes y un arca donde se guardaban las vestimentas que se usaban en otras celebraciones, como la semana santa, y los velos que algunas mujeres olvidaban en los bancos. Los velos que no eran reclamados se quedaban en depósito para prestárselos a las olvidadizas, pues las mujeres debían cubrirse la cabeza en el templo. A la derecha se vestía el cura sobre una tarima de madera y en frente de un mueble con muchos cajones y un espejo. El sacristán le tenía preparada la indumentaria extendida sobre el mueble, según correspondiera a los tiempos litúrgicos o al acto a celebrar. Los seminaristas desempeñábamos en vacaciones muchas de las funciones de los monaguillos. Lo que más nos gustaba era subir a a la torre a tocar las campanas. Una tarde a la hora de la oración subimos cinco a repicar y como todos queríamos tocar un rato aquello parecía el día del Cristo. Tanto nos colamos en el tiempo del repique , que el cura vino de su casa y nos esperó al final de las escaleras del coro. Yo iba el tercero y cuando sentí la que le había liado al primero y las voces que nos estaba dando me quedé retrechero para eludir el castigo, pero no me sirvió porque se informó de que éramos cinco y nos esperó hasta que salimos todos. Así que todos tuvimos que pasar por las horcas caudinas de la estrecha puerta. No hubo escapatoria. Un amago de pescozón, que cada uno evitó como pudo, y ahí terminó todo.
Esto está muy bien descrito!!!. Pero tantas veces sonaban las campanas, que se te han quedado en el tintero los tres toques de la misa de 9. La foto buenísima; tú, con tu sotanita, también está, Juanito el cartero y Francisco Gimón (que en paz descansen).
Es verdad que se quedaron atrás los toques de las campanas de la misa de nueve. Gracias, Josefa. Juanito el cartero no está en la foto.
Gracias por compartir su experiencia y permitirme saborear la riqueza de las tradiciones de nuestra Madre Iglesia. Dios le bendiga.