Cruz que se conserva en el cancel de la puerta del perdón de la iglesia de la Granada.
Publicado ayer viernes en el periódico HOY. Columna Raíces.
Con el pronto declinar de la luz y el avance de las sombras se apoderaba del pueblo un ambiente de recogimiento. A dos luces regresaban los hombres del campo sobre sus cabalgaduras y las mujeres con paso diligente se dirigían a los ultramarinos a realizar las últimas compras antes de sentarse al calor de los braseros.
En este tiempo de sementera, de pastoreo otoñal y recogida de aceitunas llegaron los misioneros a romper la cadencia rutinaria de los quehaceres.
Se alojaron en la casa solariega de una familia de abolengo por cuyo acerado paseaban en las mañanas de tibio sol con las manos protegidas dentro de las bocamangas.
La principal función religiosa comenzaba al anochecido. La anunciaban con tres repiques de campanas a intervalos de media hora.
En los prolegómenos de los actos centrales se rezaba el rosario. Vaivenes de avemarías, como olas de la cresta a la resaca, eran musitadas en murmullos decadentes. Al final quien lo dirigía desgranaba la monocorde y rutinaria letanía, tal que podía intercalar con las bíblicas advocaciones términos impíos y los orantes seguirían respondiendo “ora pro nobis”.
Acto fundamental de la noche misionera era el sermón. Celebrados fueron los del padre Rodríguez por los años sesenta. “Todos pecadores” es una frase suya que se trae a colación en ocasiones para rebajar los humos a quienes presumen de perfección en sus conductas.
El orador con sotana, roquete y estola salía de la sacristía y se dirigía ceremoniosamente al púlpito acompañado por dos monaguillos. Comenzaba a hablar con un tono bajo, casi inaudible, con saludos protocolarios a las autoridades civiles y religiosas y fieles en general. Una cita bíblica en latín y poco a poco iba subiendo el tono de la plática.
Experto en conmover auditorios, modulaba, enfatizaba, y sobre todo utilizaba los silencios estratégicamente. Después de una afirmación rotunda o una pregunta inquietante callaba unos segundos.
Durante estos silencios, con el personal sobrecogido, sólo se oía caer la lluvia fuera.
Acto relevante también de las misiones era el rosario de la aurora: “El demonio en la oreja te está diciendo, no reces el rosario, sigue durmiendo”. Aguijón a las conciencias de los perezosos que no se habían atrevido a madrugar y recorrer las calles con el frío de la amanecida.
¡Oh, imaginación inducida de nuestras ingenuas mentes infantiles! Atemorizados por el fuego y el tridente figurábamos tras el cielo nublado un hueco azul radiante por donde se escapaban los rayos de sol. Allí volaban huyendo de temores nuestros anhelos. Tras las nubes, limpios de culpas cargadas en nuestro haber sin saber bien el motivo, gozaríamos envueltos en cánticos de querubes de todo lo que nos apeteciese con sólo desearlo.
El otoño avanzaba y los misioneros, cumplida su misión, se iban a otros pueblos llamando a hijos pródigos para el regreso. El labrador, uncido a la mancera, a su besana, el ama de casa a sus labores y los niños a la escuela. Las conciencias en paz, el pueblo en orden, purgado y envuelto en la rutina de las norias.