Me pasa con la palabra merienda lo mismo que con la de almuerzo y no por ambigua concepción, si no por las definiciones que de ellas hace nuestro diccionario. Las dos pueden ser las comidas principales del día o sostén más liviano a media tarde o de mañana.
Así que para evitar equívocos, en el lugar donde la campana marcaba los silencios, el estudio y los juegos siempre usábamos el diminutivo para desambiguar la posible confusión con las de mantel, plato y cuchara.
Las primeras merendillas que recuerdo son las del queso amarillo y cuadrado, viatico para doblegar la tarde, que los americanos enviaban en latas con la intención asentar bases y de paso aliviar la carpanta que cabalgaba a sus anchas por los pueblos de España. Los maestros de entonces cortaban y repartían, llevándose, como siempre ha hecho el que reparte, la mejor parte, que el dicho popular no fue vano, sino constatado con hechos palmarios, tanto que la acuciante necesidad de alimentarse llamada por el vulgo hambre fue elevada y puesta a la atura del desempeño de tan noble oficio.
Independizada la merendilla de los pupitres se hizo divisa festiva en el lomo de la tarde separando la escuela del juego.
Ingesta nómada e inquieta detrás de los balones y en lo alto de las bicicletas. Con una mano a la guía y con la otra al condumio, arreándole bocados intermitentes.
Crepitaba chirriante en nuestros dientes la arenilla que el cacao de dudosa honestidad compartía en promiscua coyunda en la cama de la jícara, que así se llamaba la porción desprendida de la libra. En mi casa al menor descuido volaban de la alacena si mi madre no las ponía a buen recaudo.
En el regazo del pan desmigajado nos echaban el aceite y el azúcar que esporádicamente sustituía al sucedáneo de cacao. Después se volvía a colocar el migajón a modo de tapadera. También el queso bien asentado, guardado en tinas y untado con aceite formó parte de nuestras merendillas. El cuchillo lo cortaba chirriando con gemido metálico de ratón entrillado.
En los colegios se hizo triste el hábito y en lugar de divisa festiva fue puya en el morrillo de la angustia. Era un masticar lento y pensado, temiendo el inminente comienzo de la corrida.
Tenía yo algunas clases con quienes mi imaginación pintaba como morlacos cuatreños de negro pelaje que me cortaban el proceso digestivo cada tarde, así que cuando tocaba el timbre para acabar los juegos una corriente de banderillas eléctricas recorría mi estómago con descargas nerviosas. Mal cobijo en ese estado para sustento alguno.
Con la madurez se fueron las merendillas y uno, que no es adicto al café ni a las pastas, atraviesa la raya del crepúsculo de corrido, sin pinchar en el lubricán divisas ni puyas.