Merendillas

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Merienda, Francisco de Goya
Me ocurre con la palabra merienda lo mismo que con la de almuerzo. Cuando las oigo, si el contexto aclara poco, me producen confusión pues las dos pueden referirse a comidas principales del día o ser sostén más liviano  a media tarde o de mañana. La gente del campo deslinda bien las acepciones y reserva horario de mañana al almuerzo y de mediodía a la merienda.
Nosotros, los colegiales de entonces, para evitar equívocos, siempre usábamos el diminutivo para desambiguar la posible confusión con las de mantel, plato y cuchara.
Las primeras merendillas que recuerdo fuera de casa  son las del  queso amarillo y cuadrado,  viatico para doblegar la tarde que los americanos enviaban en latas con la intención de asentar bases y de paso  aliviar la carpanta que cabalgaba a sus anchas por los pueblos de España. Los maestros de entonces cortaban  y repartían el queso,  llevándose, como siempre  ha hecho el que reparte, la mejor parte.  Tiempos hubo en que el dicho  popular de pasar más hambre que un maestro de escuela no fue vano ni carente de sentido, sino constatado por hechos evidentes, tanto que la acuciante necesidad   fue elevada y puesta a la altura del desempeño de tan noble oficio. Agradecían más una docena de huevos o una caja de galletas que billetera de cuero o figura de cerámica.
Independizada la merendilla de los pupitres se hizo divisa festiva en el lomo de la tarde separando  las clases   del  juego.
Ingesta nómada e  inquieta  detrás de los balones y en lo alto de las bicicletas. Con una mano a la guía  y con la otra al condumio, arreándole bocados intermitentes.
Chirriaba  en nuestros dientes  la arenilla que acompañaba al cacao de dudosa honestidad, aquel de las “Tres tazas”,  que compartía cama en la jícara, que así llamábamos a la porción desprendida de la libra o tableta. En mi casa al menor descuido  volaban de la alacena  si mi madre, poco precavida, no las ponía  a buen recaudo.
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En el  regazo del pan desmigajado  nos echaban  el aceite y el azúcar que esporádicamente sustituía al sucedáneo del cacao,   eufemismo que servía   para dar gato por liebre. Después se volvía a colocar el migajón a modo de tapadera en el cuenco empapado.  También el queso bien asentado,  guardado en tinas y untado con aceite formó parte de ese sustento vespertino, engañándolo con pan. El cuchillo que lo cortaba sonaba  con un  chirriar metálico, como la rueda del tren cuando frena en el raíl.
En el  internado tornóse triste el hábito y en lugar de divisa festiva fue puya de castigo en el morrillo de la angustia. Era un masticar lento y preocupado, temiendo el inminente comienzo de las clases.
Tenía yo algunas asignaturas con quienes mi imaginación pintaba como morlacos cuatreños  de negro pelaje  que me cortaban el proceso digestivo cada tarde, así que cuando tocaba el timbre para acabar los juegos una corriente de banderillas eléctricas recorría mi estómago con descargas nerviosas. Mal cobijo en ese estado para sustento alguno.
Con la madurez se fueron las merendillas  y uno, que no es adicto al café ni a las pastas ni a romper ayuno entre comidas, atraviesa la raya del crepúsculo de corrido, sin pinchar en el lubricán divisas ni puyas.

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