Quien haya afirmado que no ha mentido nunca, que vuelva a decirlo y habrá mentido una vez más. De niños, por temor al castigo o espera de recompensa. De adolescentes, por pudor y rubores. De mayores las causas son más complejas, tienen más capas que ocultan intenciones. Se puede mentir por altruismo o solidaridad para librar a otros de una condena injusta o por desvergonzada estafa. El muestrario de embustes va de la piedad a lo perverso, como los antiguos muestrarios de viajantes de tejidos. Del casi blanco de la inocencia a los que pasan del castaño oscuro.
Hay fingimientos que lubrifican las relaciones sociales. ¿Qué ventajas tiene decir verdades que solo perjudican a quienes van dirigidas y no aprovechan a nadie? Vale más una mentirijilla que anime que una verdad que ofenda. Qué buen aspecto tiene usted o qué bien le sienta el traje, decimos o nos dicen, aunque el deterioro sea evidente y al traje haya que cogerle las sisas.
Lo repudiable es hacer daño intencionadamente para buscar provecho propio abusando de la buena fe.
Abundan los mentirosos que se atribuyen méritos de otros. Javier Cercás cuenta en su novela, ‘El impostor’, la historia de Enric Marco, que fingió durante años ser una de las víctimas de los campos de concentración nazis.
De másteres y títulos académicos, falsos o regalados, hay surtida colección. Ínfulas de vanidosos que buscan aparentar más de lo que son.
Un recurso habitual de algunos pillos cogidos en el renuncio es alegar que sus palabras fueron sacadas de contexto, cuando leídas o escuchadas de nuevo demuestran la palmaria claridad de su mensaje.
La mentira es intrínsecamente mala para la moral católica. Por eso tuvo que rebuscar en el cajón de la dialéctica un argumento sibilino que salvara el dilema de situaciones en que se debe decir la verdad, pero no se quiere. Es la restricción o reserva mental. Se omite lo que se supone que debe entender el avispado oyente. Cuando a alguien le piden dinero y responde que no tiene, el solicitante debe deducir que es para él para quien no dispone.
Un señor de estos lares no quería asistir a una celebración a la que insistentemente lo invitaban. Le ofrecían todo tipo de facilidades para acomodar tal evento a sus obligaciones, de tal manera que lo harían cuando él tuviera disponibilidad. Puso excusas de un viaje que tenía que hacer, de una comida familiar, del cumpleaños de un nieto… Agotados los pretextos y agobiado por la obstinada pesadez del anfitrión, cuando le ofrecieron el jueves de la semana siguiente, que parecía quedar libre en su agenda, alegó que ese día tampoco porque tenía que asistir a un entierro.
Las mentiras van y vienen, como las cigüeñas a los campanarios, como los gitanos a Macondo, como la ‘Milana’ al hombro de Azarías, que sigue inocentemente en el andén, esperando el paso de los trenes.