Eran días especiales y el maestro sabía que en esas fechas tan señaladas faltábamos a la escuela. Cuando pasaba lista los compañeros confirmaban escuetamente el motivo de la ausencia: “Está de matanza”.
La noche anterior el ajo machacado, el pan rebanado y las tripas en remojo habían tirado las salvas olorosas del inicio del acontecimiento.
Hacer que entre un cochino en una casa requiere más astucia que fuerza, salvo aquel caso referido como chanza en que un cerril mozo, enojado y sudoroso tras bregar inútilmente después de múltiples intentos, le espetó al obstinado animal: “A conocimiento me ganarás, pero a cojones no” y a rastras lo llevó hasta el corral con todas las fuerzas que su enojo enardecía. Nada mejor para guiarlo que hacer sonar unas pocas de bellotas dentro de medio almud.
A las matanzas se invitaba a los familiares más allegados y al novio y a la novia de los hijos cuando las relaciones ya estaban formalizadas. Acto social recíproco que estrechaba lazos y compartía tareas. Las había que por tradición se reservaban para las novias, como las del llenado de la chacina. La futura familia política procuraba aliviar a los pretendientes de los trabajos más penosos.
Unos días después de terminar las faenas se enviaba a los invitados como agradecimiento y cortesía un pequeño lote de productos de la matanza, que por aquí llaman caldillo.
Al lado de la candela había siempre cubas o cántaros con agua caliente para lavarse las manos el matarife, la matancera y los ayudantes y para la limpieza de orejas, patas, rabo, pestorejo y tripas del cerdo. Los hombres, por lo general, hacían los trabajos que requerían más fuerza. Las mujeres los de destreza y habilidad. Y organizar, porque eran ellas las que distribuían tiempos, lugares y funciones.
No tenían mucho reposo la botella de aguardiente y las perrunillas en las primeras horas del día.
A media mañana se comían migas con aceitunas, ajos, sardinas y vino.
La matanza solía durar dos días, dejando que reposara la carne ya aliñada en artesas y lebrillos para llenar al día siguiente.
El momento de las “probaíllas” era especialmente esperado. Todos opinábamos del punto de sal, pimienta y pimentón de chorizos, morcillas y salchichones. Exquisiteces que degustábamos fritas con un poco de pan.
No existe animal más difamado que los cerdos en sus nombres (puercos, marranos, cochinos, guarros) ni más ensalzado por el gusto de sus carnes.
En hileras negras, rojas y marrones quedaba en ordenada formación la chacina durante el invierno. Los jamones y tocinos cubiertos de sal y los huesos y costillas adobados y colgados en varas. Los productos de la matanza eran la base de la alimentación. La comida más habitual, casi diaria, era el cocido con tan suculentos complementos.
Muchas noches de invierno cenábamos presas de lomo, hígado y magro, conservadas en manteca y calentadas para que soltaran la pringue.
Mención aparte merecen las mañanas con los tejados cubiertos de escarcha, sentados al lado de la lumbre y untando tostadas con manteca “colorá”.