El dinero escaseaba para la mayoría y las tarjetas de crédito ni estaban ni se les esperaba por entonces. Los bancos prestaban con avales y garantías y los usureros con el pie en el pescuezo.
Cuando se dan estas circunstancias se recurre al trueque. Yo te doy garbanzos, tú me das huevos. Se vendían habitaciones o parte de los corrales de las casas a los vecinos linderos. Un laberinto de descuadres para preservar lo sustancial, que era comer todos los días.
Adam Smith y Keynes, liberalismo puro y regulación estatal, quedaban para proyectos de más envergadura, pero lo que apremiaba entonces era tener el pan de cada día sobre la mesa, a ser posible con alguna compañía con que engañarlo. Podía ser la chacina colgada en los doblados, el que dispusiera de ella. ¡Niño no te comas el pan solo, engáñalo con chorizo! No sé quién engañaba a quién.
La mano invisible que regula los mercados suelta algunos guantazos que van a parar siempre a las mismas caras, no a los ‘caras’, porque en el cemento armado no hacen daño.
Las escrituras de las casas se entregaban como garantía y quedaban en arcones ajenos hasta que los dueños pudieran rescatarlas pagando al prestamista, quien coleccionaba llaves de propiedades ajenas como trofeos de su negocio.
En los ultramarinos existían las listas a cuenta, a la espera de la cosecha o de los próximos jornales. La mayoría eran saldadas, pero otras permanecieron en las libretas como ristras de ajos colgadas del techo cuando cerraron los establecimientos o cuando fallecieron los deudores. Los tenderos de nuestros pueblos prestaron una inestimable ayuda a muchas familias a las que ayudaron a atravesar el río de las penurias sin ahogarse en sus aguas turbulentas.
Los que tenían maquila se aviaban. Entregaban el trigo y les daban los vales del pan para adquirirlo durante el año o hasta que alcanzaran. Eran de cartón con forma rectangular y distinto valor que marcaban números y colores: de uno, de dos, de cinco…. En una caja aguardaban en hilera la llegada del panadero cada mañana. Dinero blanco de harina, rubio de soles y sufrido y honrado de sudores.
En la almazara recogían las aceitunas para molturarlas. Otra forma de maquila. El aceite se guardaba en una tina metálica. En la abertura, colgada de un alambre hacia el interior, la vasija con la que se llenaba el aceitero. En el fondo quedaba la borra porque el refino era rudimentario. La piedra con forma de cono prensaba y los capachos de esparto filtraban.
Nuestros mayores valoraban los alimentos que se ponían sobre la mesa. Venían de atravesar un negro túnel. Al servirnos decían que lo que se echaba en el plato había que apurarlo porque, aunque algunos pudieran, era una ofensa despreciarla cuando otros no tenían qué comer. Si le hacíamos remilgos murmuraban en voz baja: ¡Qué sabréis vosotros lo que es la vida!