(Publicado ayer en el periódico HOY en mi columna Raíces.)
Algunas costumbres han supuesto una carga y un castigo para quienes las hubieron de observar presionados por una sociedad de mentalidad pacata y agobiante que basaba su identidad en preservar lo que de siempre habían hecho sus antepasados, sin más atisbo de razonamiento.
Si a una mocita se le moría un familiar en su juventud no sólo sufría la pena por la ausencia del ser querido, sino la condena de su clausura y el corsé de los ropajes negros de los lutos sobre su cuerpo.
Federico García Lorca describió magistralmente en la Casa de Bernarda Alba esa situación de angustia y encierro. Reflejaba una tradición profundamente arraigada en nuestros pueblos que mustió y cercenó la flor de la mocedad de muchas mujeres porque los hombres, al tener que salir a trabajar fuera de casa, cumplían los lutos con una franja negra en la manga de la chaqueta, el revestimiento de un botón o un pico negro en la solapa.
Mujeres hubo que encadenaron por la desgracia de muertes próximas en el tiempo dos o tres lutos seguidos y cuando terminaron de cumplir con todos la lozanía se les había escapado por las rendijas de la puerta.
Las primeras semanas las amigas más cercanas hacían los recados de las enlutadas para evitar que salieran a la calle. Dentro de la casa una procesión de sombras silenciosas vagaba por las habitaciones haciendo los quehaceres. Si el primer año tenían que salir por obligaciones ineludibles se cubrían la cabeza con el velo y sobre las espaldas el manto. De estas vestimentas se iban desprendiendo poco a poco, por etapas, como crisálidas en mutación. Primero dejaban el manto y usaban sólo el velo. Posteriormente vestían sin los dos complementos, pero con trajes negros. La última fase abría una celosía a la esperanza con las pintas blancas del medio luto, celdillas de panales por donde comenzaba a entrar la luz o quizás por dónde se asomaba la vida que bullía en sus cuerpos jóvenes, privados de bailes, fiestas y romerías bajo la opresión de tradiciones y rutinas y la no menos agobiante abrazadera del respeto humano que constreñía sus conductas a la aquiescencia de estrictos censores. Rémoras de las que las nuevas generaciones afortunadamente se han desembarazado.
Los lutos eran una clausura de angustias con suspiros hondos tras los visillos de las ventanas. Veían pasar la vida entre rezos de rosarios con la compañía de las vecinas que acudían a la caída de la tarde a acompañar a las dolientes. Un murmullo de abejas iba desgranando plegarias y rogando por el alma de los muertos en la penumbra de la sala. Después, reinaba el silencio, pespunteado sólo por el monótono tictac del reloj que seguía impasible carcomiendo las sienes del tiempo.
Cuando la losa de los lutos se quitaba de encima descubrían que la vida seguía fuera bullendo por las calles. En muchas ocasiones ya era tarde para unirse al cortejo que había pasado por sus puertas tocando el pífano y el tambor de la primavera.