Cuando usted, amable lector, lea estas líneas posiblemente estén los niños del colegio de san Ildefonso con la tradicional cantinela de números de la lotería de Navidad. Tradición de esperanzas redondas que terminan ensartadas en alambres, como si fueran pinchos morunos expuestos a las miradas de hambrientos paseantes en una noche de feria.
Las que aciertan a salir por los orificios estrechos del bombo grande son unidas en matrimonio con las de los premios. El sorteo es un desfile de parejas que el azar aúna. El enlace de los próceres de más alcurnia y abolengo levanta admiraciones y a los espectadores y fotógrafos de sus asientos. Las esferas alambradas giran como norias volteando en su interior nuestras ilusiones, pero no hay parejas para todos los números y la mayoría se queda en la jaula redonda. Yo tengo la mala suerte de que los que apadrino tienen vocación de célibes.
Los precios de las participaciones y los premios han ido variando con el tiempo. Desde los cuarenta reales del año 1812 a los veinte euros de ahora las primeras y de cuatro mil pesetas a cuatrocientos mil euros los segundos.
Pero no se deslumbren por las cifras. Hay una rata que silenciosamente devora el valor del dinero: la inflación. Si en 1977 con los veinte millones del premio gordo que le correspondían al décimo de 2.000 pesetas podíamos comprar dos pisos, en Barcelona, dos en Madrid, diez coches utilitarios, otros cuatro tipo berlina y más de veinte televisores, según un estudio realizado por Ana Ortas y Víctor Peña para RTVE, hoy con los cuatrocientos mil euros no llegaríamos ni a la mitad.
Que toque el gordo es tan difícil como meter en un costal cien mil garbanzos de los que solo uno es negro. Metemos la mano sin mirar y debemos dar con él.
Esta baja probabilidad debió de ser la que indujo a Miguel Escámez Armero, lotero de Sevilla, a cometer una de las mayores estafas en este juego. En el año 1951 tuvo la mala fortuna de que tocara el gordo en el número 2.704, del que él había vendido en participaciones más de dos billetes y solo disponía de uno. En el argot se conoce como hacer ‘el bizcocho’ a esta práctica. A cada participación de una peseta le correspondían 7.500, que los afectados no pudieron cobrar.
Cuando solo la radio retransmitía el sorteo la gente se sentaba a escucharlo y a anotar los premios mayores. Los periódicos publicaban al día siguiente una lista ‘tomada al oído’. Al ayuntamiento remitían una semana después la lista oficial en unas sábanas de papel que colgaban de un alambre con forma de percha. El que no estaba muy ducho en descifrar esas ‘carrefileras’ de números pedía ayuda a los empleados.
Hace unos años, estando yo en un banco de la plaza leyendo el periódico, se acercó un vecino para que hiciera el favor de comprobar un décimo. Pasé mi índice por el listado y lo volví a subir sin detenerme. Esa acción ya le contrarió pues era síntoma de que no había tropezado con su número. Su comentario cuando le confirmé los indicios fue: “Otro invierno sin pelliza”.
Mi deseo para ustedes es que aunque no les toque la lotería haya pellizas para todos.