Cuando veía a los labradores echar el cuerpo sobre la mancera del arado romano para que la reja profundizase el surco, me llamaba la atención la fuerza con la que afianzaban los pies a la besana.
Son los parientes pobres de nuestra anatomía, moradores de los barrios bajos, desgarbados sarmientos que ahormados al calzado nos conducen por el suelo. Solo en playas y piscinas los sacamos de paseo a la luz del día.
“¡Niño, baja los pies de la mesa, que ese no es su sitio!”, nos han dicho muchas veces. Esa pose solo se ve en las películas, en algún presidente al que se le quedaba chico el mundo y al ridículo emulador, que mostraba más complejos disfrazados de soberbia que estima por tan humildes servidores.
Nos llevan a todos sitios y nos sacan de los atolladeros. Recurrimos a sus prestaciones en las dificultades, cuando huimos precipitadamente de algún apuro y los ponemos en polvorosa.
Nos sirven de palanca para saltar, nos empericamos sobre ellos para alcanzar las golosinas de la alacena o dar un beso al abuelo.
En las peroratas insoportables, cuando no nos enteramos de casi nada de lo que nos están diciendo y deseamos que acabe cuanto antes el tostón, cargan con la frialdad para que la cabeza se lleve la parte caliente.
Sostienen la dignidad de las personas que prefieren morir de pie a vivir de rodillas.
Como fieles y obedientes canes aguardan a que abandonemos ya de madrugada el bar donde en días de parranda llevan muchas horas aguantando silenciosamente hasta que el dueño barre el local y les pide que se aparten a un lado.
Cargan con los malos olores sin tener culpa de ello por la desidia y falta de higiene de sus dueños. Tres días con los mismos calcetines y las mismas zapatillas de deportes en verano es demasiado tiempo para no emitir vapores. Sin embargo, ellos, agradecidos y alegres, solo necesitan un poco de música para conducir nuestros cuerpos por las plazas con verbenas.
Las mujeres los martirizan, elevándoles el culo y humillándole el hocico. Después del trote y de la fiesta los dejan andando desnudos por el acerado mientras en sus manos llevan los zapatos que han sido los causantes de sus penas. De su importancia nos damos cuenta cuando enferman. Entonces los hacemos reposar en alto o les damos baños, no de almíbar, sino de agua con sal para calmar hinchazones.
Solo de niños los colmábamos de caricias y de besos cuando nos los llevábamos a la boca para morder el dedo gordo.
Son tan agradecidos que haciéndoles cosquillas se tronchan de risa.
En la hora suprema, cuando nos encaminemos al sitio sin retorno, serán ellos los valientes escuderos, los primeros en afrontar el destino, los que abrirán paso señalando al cielo. Las plantas, que son su pecho, marcarán el camino dignamente al resto del cuerpo.
Solo aquel examinando que nada más que se sabía los huesos del pie ponderó sus méritos. Al ser preguntado por los huesos de la cabeza, respondió:
“Si importantes son los huesos de la cabeza más importantes aún son los de los pies que sirven para sostenerla. Los huesos de los pies son: …” Y nombrándolos uno a uno los cubrió de gloria.