El día de nuestro marqueo, como era tradición, los quintos comimos caldereta e hicimos muchas tonterías. A los mozos, que eran ofrenda y servidumbre de los pueblos a la sociedad a través del ejército, nos consentían y reían excentricidades propias de la situación y de la edad.
Unos con entusiasmo y otros por no desentonar seguimos las costumbres de nuestros padres y ancestros. Era lo que el pueblo esperaba y nosotros para no defraudar esas expectativas hicimos ostentación de nuestra efímera condición.
Nos talló el cabo de los municipales y nos reconoció uno de los médicos del pueblo. ¿Tienes algo que alegar? No. Pues ancha es Castilla. Visitamos las casas de todos los tallados. Pasamos de los dulces y el aguardiente al vino. A la hora del almuerzo fuimos a comer la caldereta que nos prepararon. Puede suponerse el estado general de la tropa a la caída de la tarde. Pues nada, aquí no se va nadie a casa. Decidimos pasar la noche en la casilla que nos sirvió de cuartel general. De mobiliario disponíamos de cuatro sillas de enea desvencijadas y un par de puertas viejas en el suelo. Encina de una de ellas, evitando el picaporte y soportando unos adornos oxidados en las costillas, pasé yo tan ‘placentera’ velada.
Al amanecer recorrimos las calles del pueblo con cantos tradicionales y formando bulla para hacernos notar. ‘Quinto levanta, tira de la manta’. Llevábamos una garrafa de vino de arroba y una escupidera. De ella bebíamos (limpia, eso sí, faltaría más).
Viene esto a cuento del efecto Pigmalión, el escultor que talló a la bella doncella Galatea. Se enamoró de su obra con tanta pasión y entrega que la diosa Afrodita compadecida de él la convirtió en ser vivo.
Las expectativas que tienen unas personas sobre otras influyen en la manera de comportarse estas, positiva o negativamente. El pueblo esperaba que los quintos de aquel año nos comportásemos como lo habían hecho los que nos precedieron y nosotros actuamos para no defraudarlos.
El efecto Pigmalión tiene su parte provechosa en cuanto que puede servir de estímulo. En la docencia, el alumno responde mejor cuando sabe que el profesor tiene un buen concepto de él. Si mi padre confía en mí yo procuraré no defraudarlo.
En este contexto de expectativas y respuestas se desarrollan muchos comportamientos. En cierto sentido también estamos condicionados por ellos.
Somos consecuentes con la estima que nos tienen. Por eso la expresión: ‘No me esperaba eso de ti’ supone una decepción a una conducta esperada y para el que se lo dicen, un ataque a su autoestima.
Un paisano mío, de mejorable reputación, al que importaba más la olla que la fama, reaccionó así cuando le recriminaron, de guasa, su mal comportamiento:
¿Qué va a pensar la gente de ti?
Y a mí qué me importa, respondió, yo tengo los chivos vendidos y el dinero en la faldriquera.