Lluvia calaera

“La lluvia es una cosa que sin duda sucede en el pasado”, escribió Jorge Luis Borges.  Y del pasado llegan los recuerdos de otras lluvias, de otros temporales otoñales que por su ausencia en el presente acrecientan el deseo.

¡Qué placer sentimos de niños al ponernos con los paraguas debajo de los canalones! También cuando jugamos a ser ingenieros construyendo con piedras y barro presas en los regajos de la calle.

Con la lluvia navegamos por el mar del embeleso, atraídos por el espectáculo sonoro y visual que lo envuelve todo.

Al anochecer las débiles luces de las bombillas rielan en los charcos. Es la hora del regreso de los labradores, barro en las manos y en los ojos el pardo color de las besanas.

Estamos terminando octubre y por aquí ha llovido poco. Pero ya las bardas agarradas a la sierra por poniente y las nubes con forma de borreguitos al mediodía la anuncian para este fin de semana. Se desea y se necesita, no con la impetuosidad con la que cae la de septiembre, sino la caladera que fecunda los campos y llena los veneros. “Lluvia mansa y serena, de esquila y luz suave”, como la define Federico García Lorca.

Con el pronto declinar de la luz solar en estas fechas, el atardecer se convierte en un puzle de tonalidades grises que lo envuelve todo.

Me distraigo viendo las gotas, sujetas brevemente a los cristales con sus leves manos líquidas, como queriendo ver, curiosas, el interior del cuarto donde paso la tarde. Vienen otras y se las llevan, resbalando hasta el junquillo de la ventana.

De madrugada la lluvia tiene un encanto especial. Se oye el silbo del viento en los cables del tendido eléctrico y en las cornisas de los edificios. El rumoroso murmullo del agua, como un enjambre de abejas libando en el panal de los tejados.  Con ese sonsonete me duermo plácidamente hasta que por las rendijas de la ventana entran las espadas cenizas de la aurora.

Después de una noche lluviosa vamos a ver la crecida del arroyo, que baja con agua turbia y restos de pasto seco. Hay gente en las orillas con las manos en los bolsillos contemplando en silencio, igual que cuando se miran las llamas de la candela. Las nubes se alejan veloces camino de la mar vieja.

En los pueblos conocemos las rutas que siguen, presentimos los cambios por la dirección del viento y el aspecto del cielo. Tenemos el horizonte al alcance de la vista, ahí en los ejidos y lamentamos su tardanza cuando falta a su cita.

Quiero que llueva, “porque la mojada tarde me trae la voz, la voz deseada, de mi padre que vuelve y que no ha muerto”. Los remolinos polvorientos y espinos en las alambradas, me desazonan y me llevan a la aridez de los desiertos. La lluvia me devuelve a la vida de la infancia.

 

 

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