Lentamente envenenados.

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Leonor, mujer valiente y luchadora  en tiempos de penurias y de miedos, cuando reclamar derechos básicos era poco menos que un atentado al sacrosanto orden impuesto, pasaba las tardes de primavera  por las casas con un canasto de mimbre en la cabeza vendiendo espárragos, lavados y amanojados  con juncos,  que sus hijos habían  cogido por la mañana.  

El campo ofrecía  estacionalmente su ayuda.   Las setas que, en el tiempo al que me refiero, sólo algunos se atrevían a coger por el miedo visceral que producían,  abundaban en posíos, siembras y barbechos pues  los arados profundizaban poco y no rompían los micelios.

Las criadillas, que otros llaman trufas, difíciles de localizar y que sólo los pastores,  en su deambular tranquilo por las dehesas y las riberas de los ríos,  conocían los lugares donde se criaban.

La romaza, la achicoria y  la tagarnina  también eran recolectadas para hacer ensaladas y tortillas.

Por estas fechas  de preludio primaveral  en que  están a punto de brotar los espárragos y se llenan  los campos de aficionados para cogerlos, echo de menos, en sentido ecológico, los tiempos pasados cuando  todavía se bebían las aguas corrientes y limpias  de las gavias,  se criaba el berro fresco a la  vera de los manantiales y las fuentes. No te encontrabas entonces vasijas de plástico abandonadas con restos de herbicidas después de cumplir su  letal misión de envenenarnos lentamente.

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