El desayuno más habitual, fuera del tiempo de las matanzas en que nos poníamos como el tío Quico de ‘tostás’ con manteca ‘colorá’, era el café con leche migado con rebanadas de pan tostado y arriba el velo blanco de nata que daba la leche en la cocción.
Esta se le compraba al vecino que tenía vacas. Había varios repartidos por todo el pueblo. La mayoría recogían el ganado en la misma casa donde vivían. Al anochecido, después del ordeño, acudían las mujeres con las lecheras. A veces nos mandaban a los niños. “Anda, dile que te eche tres medidas”.
Las malas lenguas cuentan, como también de los taberneros, que algunos tenían vocación muy cristiana y que celebraban bautizos aguando el producto para mayor gloria de la abundancia. No sé, pero las mujeres sin ser especialistas en química, ni en burbujas, grasas y proteínas sospechaban cuándo podía haber fraude por la tardanza en subir la leche al cocerla, momento al que había que estar atentos porque se derramaba y lo ponía todo perdido.
Yo bebí la leche recién ordeñada en la tibieza del establo, recién llegadas las vacas de los prados porque un tío abuelo las tenía y algunos días al regreso del paseo que daba con mi padre pasábamos a saludarlo. De la ubre, manos prietas con los pulgares recogidos para hacer presión, al vaso y de allí a la boca. Esa sí que era leche entera que dejaba su estela y espuma en el bigote.
El café de puchero, hecho en el anafe con carbón. Todavía no se conocía el descafeinado, pero antes sí utilizaban otros sucedáneos naturales que cumplían la misión de calentar un poco el cuerpo: la cebada tostada y las raíces de achicoria, planta esta hoy ensalzada por sus excelentes cualidades medicinales.
Foto cedida por la Churrería El Barriga, de Puerto Real.
Otras veces había ‘jeringos’. Los días de diario el churrero montaba lumbre y perol en una casa. Los de fiesta en una esquina de las cuatro que conformaban el lugar de paso. Imagen que permanece vívida en la memoria: la tarde del jueves santo entre oficio y procesión veía subir el humo y enredarse con el sol dorado que acariciaba ya las cornisas de los edificios y la cúspide de la torre. Para echar la masa en el aceite hirviendo apoyaba el extremo del émbolo de la jeringa entre la axila y el pecho. Formaba la espiral con destreza y maña. Con los palos de rodar apartaba para que no se pegase y la volteaba. A los pocos minutos la sacaba y sostenía en el aire para que escurriera. El churrero tenía de ayudante a su mujer que amasaba en un baño de cinc y troceaba con tijeras, pero había quienes se las llevaban enteras, unos envueltas en papel de estraza y otros prendidas con juncos. Los niños nos rifábamos las porras que procedían del comienzo y final de la rosca.
Durante los días de feria instalaban cantinas en la umbría de la iglesia. Hacían el montaje entrelazando sogas y palos y cubriendo techo y huecos con mantas. Al final de la noche acudían las familias y las pandillas a reponer fuerzas y a aliviar el fresco de la madrugada. Se sentaban y acompañaban el yantar con copas de aguardiente. Si ustedes gustan…