Fotografía de la la página web del colegio “Carmen Benítez” de Sevilla.
Segunda colaboración en el periódico HOY. Sección RAÍCES
Eran todavía tiempos de escaseces y silencios. La escuela, doctrina, consigna y efemérides victoriosas. Las cuatro reglas, dictados, lecturas y caligrafía, el armazón del aprendizaje para valerse en la vida. La mayoría abandonaba antes de tiempo las aulas. Numerosos padres se veían obligados a desapuntar a los hijos, como decían, para colaborar en las paupérrimas economías familiares, bien como ayudantes de sus pequeñas explotaciones o buscándoles un puesto de aprendiz, de pastor o porquero, sin más beneficio que ir a casa comidos todos los días y aprender el oficio.
Pocos eran los que llegaban a la regla de tres y a los repartimientos proporcionales. Pero había voluntad y ganas de aprender. Muchos de los que tuvieron que abandonar acudían por las noches a clases particulares después de todo el día trabajando.
Las aulas eran numerosas de alumnado, escasas de medios y separadas por sexos. El mapa de España, el encerado, la bola del mundo y poco más componían los materiales didácticos fundamentales. En los pueblos pequeños la escuela era unitaria, o sea, todos los niveles con el mismo maestro, que desempeñaba sus funciones como mejor sabía y podía. Estaban mal pagados, pero iban a la escuela dignamente trajeados.
Por su santo los regalos que más agradecían en el alma y en el cuerpo eran vituallas, como una caja de galletas o una docena de huevos.
Los alumnos acudíamos a la mesa del maestro a enseñarle los ejercicios. Nos colocábamos en fila y rotábamos a su alrededor, esperando el beneplácito, la corrección y el encargo de nuevos deberes. Allí percibíamos el único calorcito que se desprendía en la clase aparte del de nuestros cuerpos: el del brasero de picón, que aquí llamamos cisco, debajo de su mesa.
En los días más fríos del invierno nos permitían llevar los nuestros de casa. Una lata redonda de pescado con un alambre asido en dos agujeros y un pedazo de papel de chocolate en lo alto tapando las ascuas.
Así combatíamos los sabañones que nos salían en las orejas y en las manos.
La ayuda norteamericana llegaba en forma de leche en polvo y queso. Los maestros escogían a los alumnos mayores para disolver el polvo en una cuba de cinc dándole vueltas con un palo. A la hora de recreo nos ponían en fila y nos la servían en un tazón que llevábamos de casa. Recuerdo los bigotes blancos que, por supuesto, nos limpiábamos en las mangas del abrigo.
La experiencia y la comodidad aconsejaron dejar de hacer la mezcla en la escuela y decidieron entregarnos el polvo para que cada uno hiciera lo que creyera más conveniente. Y lo más conveniente para la mayoría de nosotros era comernos los polvos directamente, poniéndonos la cara como se pueden imaginar y la garganta a punto de provocarnos asfixia con las bolas que se formaban en la boca.
El queso, amarillo y bastante apetitoso, venía en unas latas metálicas. Lo troceaban y nos lo repartían por las tardes como merendilla.
A pesar de todo fuimos felices. O al menos así lo recordamos.