Las permanencias.

Las permanencias eran las clases que los maestros impartían a los alumnos después  del horario escolar en el mismo edificio. Eran particulares y había que abonarlas (sobre una 50 pesetas mensuales a principios de los años sesenta).

Así que los que estaban apuntados a ellas permanecían una hora más en el aula para  continuar las actividades.

Con esto se conseguían dos cosas: que los maestros incrementaran sus exiguos ingresos y los alumnos recibieran una enseñanza más individualizada que la que podían recibir con matrículas que rondaban los cuarenta  por aula y además con  niveles diferentes.

Fundamentalmente las clases consistían en ir a la mesa del profesor de uno en uno a leer y en hacer cuentas.

Una de las actividades más placenteras para mí era la plana. El maestro  escribía en la pizarra la muestra y  nosotros la repetíamos en una carilla de la libreta. Había que hacerla con especial cuidado y evitar que se  torcieran los renglones. Cuando el maestro nos ponía “Muy Bien” regresábamos a nuestro pupitre enseñándosela a los compañeros con gran satisfacción. ¡Dónde estarán aquellos pupitres bipersonales con el agujerito para el tintero!

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