Las manos de un viejo.

 

 

Fueron tibia y rosada carne ayer. Prensa grácil de borra y lápiz, redondeadas formas  donde brotó la sangre de  la primera  herida que la madre tiernamente curó con besos y caricias. Estas manos que buscaron peces en las covachuelas  y felinas  treparon por los troncos  de los árboles, que amasaron barro en los regajos y jugaron a los bolos en días otoñales, que coleccionaron cromos de héroes infantiles y descubrieron los volcanes de su cuerpo en la azarosa  adolescencia, que intercambiaron caricias en las cómplices sombras de la noche, hoy son añosos sarmientos, violáceas y flácidas  veredas entre huesudos promontorios  que  recorren su arrugado torso. Temblorosas,  aguardan, como perro fiel, el descanso cruzado sobre el pecho inmóvil de su  viejo dueño.

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