Ya no ponen eras en los ejidos del pueblo. Cuando las hubo íbamos los niños a comernos la merendilla y a jugar a esconder entre los haces y los montones de grano. Ajenos al duro trabajo de los labradores nuestra mayor ilusión era montarnos en el trillo y dar vueltas en el círculo de la parva extendida. Los hombres se protegían del sol con sombreros de paja y pañuelos en la nuca. Guardaban el barril con agua entre los haces humedecidos previamente para que se mantuviera algo fresca. Con el bieldo aventaban las mieses para separar la paja del grano cuando soplaba el aire gallego, viento blando y suave que sopla del mar, opuesto al solano, calentón y reseco. Llenaban los costales con la cuartilla, ataban sus bocas con abacales y los juntaban para cargarlos en los carros y subirlos a los doblados de las casas, a lomos, por empinadas escaleras. La paja se cargaba y se tupía en los carros dispuestos con varas y redes para transportarla hasta los pajares. También nos gustaba a los niños meterla anochecido con sábanas anudadas por los cuatro picos y jugar enterrándonos en ella.
En este tiempo estaban los ejidos llenos de gente que se movía de una faena a otra sin desmayo. Sólo cuando caía la tarde se echaba un rato de charla con los vecinos que acudían a una de las eras donde cambiaban impresiones de lo acontecido en el día.
En verano no se podía fumar en el campo. La guardia civil vigilaba para que se cumpliera esta norma, llegando incluso al registro de bolsillos. Así y todo los irremediablemente adictos esquivaban esta prohibición. El hato era el lugar menos adecuado para guardar los útiles del vicio, pues era lo primero que registraban. Así queescondían la petaca con el tabaco picado, el librito de liar y el mechero de mecha entre los montones y cuando fumaban disimulaban el cigarro cubriéndolo con la palma de la mano. ¡Qué habilidad liándolos casi a hurtadillas!