El abuelo paseaba por los rollitos del centro de la casa en esas horas previas a la comida en que la calle está tranquila porque aún no han salido los niños de la escuela y el hogar se mantiene en un acogedor sosiego. Le tenía cogidas las vueltas a su mujer y cuando ésta se metía en la cocina o iba al corral a tender la ropa, él aprovechaba para beberse un vaso de la botella de vino que guarda en la alacena, saltándose así la prescripción médica y la vigilancia de su compañera.
Hasta que cualquier día, en una aparición sorpresa, lo cogía con el codo empinado y le escondía el suministro. Duraba unos días la abstinencia hasta que daba con el escondite.
La opinión pública ha sorprendido a los señores diputados y senadores con el gin tonic de 3,50 € en la mano, es un decir, y se ha escandalizado con éste y otros precios subvencionados de los que se benefician ellos y los asiduos visitantes del Congreso. No es que la ciudadanía esté preocupada con la tensión arterial, el colesterol o la diabetes que puedan padecer sus señorías y convidados, sino que las libaciones están en parte sufragadas con dinero público. En estos tiempos que corren, en los que a la mayoría se nos ha quedado el talle estrecho por las apreturas del cinturón, no están bien esas liberalidades tan prescindibles que se hacen con el dinero de todos, sobre todo por quienes deben dar ejemplo de lo que predican.