Cuando caíamos rendidos por los juegos, ya entrada la noche, nos sentábamos a charlar en el resbaladizo, que era el lugar donde una de las aceras de la calle terminaba en pendiente. Allí en la penumbra contábamos historias que escuchábamos a los mayores y que nosotros inflábamos y modificábamos con nuestra fantasía. Relatos de miedo repetidos de generación en generación. Como aquel caso de una apuesta hecha al calor valiente del vino. Porfiaba un grupo de amigos sobre si alguno se atrevería a ir en una noche oscura de temporal hasta las paredes del cementerio. Como prueba de haber llegado debía tirar por lo alto de la pared a su interior una bolsa con ropa. A la mañana siguiente comprobarían los demás si estaba dentro del recinto. Uno de ellos acepto el envite. Los que lo propusieron se adelantaron al temerario que quiso demostrar su arrojo y saltaron la pared. Inmediatamente devolvieron la talega hacia afuera. Seguro que este relato se contaba en otros pueblos.
Con estas y otras historias parecidas entreteníamos la noche. Después quedábamos en silencio y nos tendíamos boca arriba. De vez en cuando una línea rápida y fugaz nos sorprendía con una rúbrica en la cóncava negrura del cielo. Las contábamos. ‘Una estrella se ha corrido, una vieja se ha dormido’. Lluvia de lágrimas blancas en las noches de verano. Yo imaginaba un sauce gigante y luminoso por cuyas ramas descendía la luz como si fueran fuegos de artificio en noches de fiesta.
Intentaba descubrir las constelaciones que nos enseñaban en la escuela con formas de escorpiones, toros, osas dragones, peces… o las inventaba trazando caprichosas ligazones.
En mitad, el camino de Santiago, ancha franja de leche estrellada. Suponía yo una vida fantástica allá lejos. Carros transparentes tirados por caballos de cristal recorriendo los caminos celestiales.
La gente mayor siempre ha tenido respeto y miedo a los signos que aparecen en el firmamento. ‘Señales en el cielo, calamidades en la tierra’, alimentado ese temor por las previsiones bíblicas del fin de los tiempos que las anuncian. “Entonces habrá señales en el Sol, en la Luna y en las estrellas, y en la tierra angustia de las gentes, confundidas a causa del bramido del mar y de las olas”.
Cuentan que en vísperas de nuestra guerra civil hubo una abundante lluvia de estrellas que vaticinó su comienzo…
¡Quién sabe lo que habrá allá tan lejos cuando apenas conocemos el patio de nuestra casa!
Refrescaba y otra vez la imaginación infantil buscaba mágica explicación al relente: los brillos de las estrellas eran trocitos de hielo que se deshacían según se acercaba la mañana y enviaban soplos frescos a través de caminos invisibles.
Fotografía de Juan Sevilla Durán.
De madrugada, la esfera, en lento giro, había cambiado las posiciones de las constelaciones, como si alguien desde fuera intentase abrirla por la mitad para encontrar dentro un regalo de luz y fantasía. El amanecer llegaba cuando la invisible y gigante mano lo conseguía y el sol se colaba por la rendija abierta del oriente.
Estas noches nos ofrecen la oportunidad de mirar al cielo estrellado alejados de las luces artificiales de los pueblos y las ciudades y pensar en los misterios que hay todavía por descubrir. Darnos cuenta de lo insignificantes que somos.