En la esquina de la calle más alejada del centro del pueblo había una vieja y destartalada farola. Estaba sola, como un grito suspendido en el aire pidiendo clemencia con cuatro bocas abiertas. Ya no alumbraba los pasos silenciosos de mujeres enlutadas camino de la iglesia ni el andar presuroso de los labriegos camino del trabajo en la alborada. La abandonaron los mosquitos y palomillas que cada anochecido acudían al halo de su luz. Tampoco las salamanquesas cazadoras que montaban guardia preparando inmóviles el momento del ataque a su sustento volvieron.
Cómplice y testigo en otros tiempos de furtivos amores y de besos de adolescentes, los ábregos, los temporales, la desidia de sus cuidadores y la crueldad de los gamberros, terminaron por apagar su luz y doblegar su resistencia. Quedaba su esqueleto metálico, deforme y herrumbroso, que solo albergaba dentro el ruin casquillo de una bombilla rota.
Ciertas noches, antes de su deterioro, me sentaba en el acerado debajo de ella huyendo del bullicio y la jarana. Allí encontraba tranquilidad y sosiego.
Me acompañaron su luz y su silencio en momentos de zozobra de mi primera juventud, ese don del tiempo que la vejez cobra con intereses de demora. Divino tesoro que cantó Rubén Darío. Esplendor, amor fuerza e ilusiones, pero con aristas que cortan el alma y simas que profundizan la desesperanza
En su decadencia solo podía ofrecerme ya el silbo del viento en los bordes de su cuerpo y el crujir lastimoso de sus hierros retorcidos.
Cuando me acercaba por allí imaginaba entre los mantos de la madrugada el borde anguloso de su talle doblado y la fría pena de su soledad a oscuras.
Tiene la juventud algunos momentos amargos que, superados, fortalecen y forjan porque la alegría sin sufrimientos produce arbustos que se abrogan con las primeras inclemencias.
¿Quién no ha sentido alguna vez la angustia cuando no se encuentran asideros donde agarrarse a la vida ni explicaciones para sucesos que nos golpean en la llaga en carne viva?
Por eso hoy quiero dedicar esta columna y ofrecer algo del bálsamo y alivio que puedan desprender estas palabras a quienes han sufrido la pérdida de un ser querido en plena juventud.
Había un silencio profundo y respetuoso en la plaza y en la iglesia abarrotada de Llerena el viernes pasado cuando llegó el coche fúnebre con el cuerpo sin vida de un joven de treinta y dos años que el día anterior de forma inesperada había emprendido el camino sin retorno. Un mazazo con toda la fuerza adversa del destino.
Su familia, solidaria de corazón y de hechos, tiene acogida a una niña saharaui con parálisis cerebral para que reciba aquí el tratamiento que no puede tener en los campamentos de refugiados de Argelia. Al día siguiente preguntaba sin hablar dónde estaba quien la sacaba todos los días de paseo. Miraba a todos extrañada esperando una respuesta que no llegaba. Me lo contaba mi hija que acudió a consolar a unos padres destrozados. Y un dolor infinito conmovió los cimientos de mi pena al escuchar su relato. Por eso en la medida de mis posibilidades les ofrezco el consuelo y el ánimo que yo buscaba en los momentos tristes al lado de la vieja farola. Un poco de luz y compañía.
4 respuestas a «La vieja farola»
Un pequeño recuerdo para una vida que se apagó demasiado pronto.
Un pequeño recuerdo para una vida que se apagó demasiado pronto.
Muchas gracias por tu comentario, Ángel.
Tu hermoso escrito cala hondo,Juan Francisco,y hace que me una al dolor de esos padres aunque no sean conocidos para mi.
Muchas gracias, M. Pura. El dolor por la pérdida de un hijo creo que es el peor que pueden sufrir unos padres.