En recuerdo de José Delgado Guerrero, con quien tantas horas compartí hablando de nuestro pueblo.
Las cuatro esquinas eran el mentidero donde los hombres se reunían al anochecido, esa hora del cambio de luces, del sol que se iba y del palo largo que traía la mortecina luz a las calles. Charlaban y contemplaban el trasiego de mujeres al rezo. Cruce de monotonías, de cadencias que sólo quebraba el cine de los domingos. En el rincón del bocado en que la calle se abre con un bostezo estaba la Castellana, crisálida donde maduramos la pavera de rubores inoportunos cuando la voz es aún un gallo de altibajos discordantes. Sólo los varones teníamos acceso a esa incubadora decadente, vestigio de otros tiempos, donde ingresábamos pollos imberbes y salíamos pisándole los talones a la leva. El acceso necesitaba filtro y aquiescencia de los dueños que, según fobias, filias y cálculo de edad a ojo de buen cubero, era concedido o denegado. Nada de extraño tenía entonces la ausencia de mujeres en el local cuando aún los bares, salvo causa de fiesta mayor, eran también lugares casi exclusivos de solaz varonil y las escuelas separaban por sexo al alumnado.
Con pocos recursos económicos para dispendios de mayor calado y a falta de otras distracciones, los mozos aún imberbes nos metíamos en la Castellana para pasar el tiempo entre charlas y carambolas.
El local tenía suelo de baldosas que en su día fueron rojas y que con el uso además de perder el colorido formaron badenes por la cesión del terreno. Con macilenta iluminación, anémica de vatios, la única bombilla colgaba sobre el verde y recosido paño con un reflector circular picado de porcelana para concentrar la luz. La mesa de billar estaba en el centro del local donde el abollado marfil de las bolas sorteaba remontes de cosidos para cumplir el proceloso azar de su destino. El mobiliario, escaso: unas pocas sillas de anea, un pequeño mostrador de madera al fondo y una mesita redonda con tapete desgastado y ralas enagüillas junto a la primera ventana. Ahí los más madrugadores se arracimaban en invierno al calor del brasero donde José nos entretenía con su charla, hiperbólica y aliñada con invenciones, pero que agradecíamos, pues fábula y fantasía amenizaban las veladas.
La peculiar familia, de pasado más boyante y solariego, vino a menos en haciendas, pero no en orgullo y conservaba ese poso de alcurnia desvaída que disimula la decadencia con modales y vajillas cuando faltan los esplendores del dinero. El patriarca, que recibía apodos por el oficio y el poblado mostacho, vestía de pana negra lisa con chaleco y reloj de bolsillo. Un pariente, al que conocí poco y que llamaban Berlanga. Las hijas, que revoleaban vigilantes para que la afición a las libaciones vinateras del elenco masculino no sobrepasase los límites del decoro, y José, el hijo, verdadero alma mater del negocio. Su afición al morapio hacía veredas de la mesa al cuartillo que estaba detrás del mostrador donde escondía el vino que escanciaba en el gaznate con la asiduidad que le permitían la charla y el control de los juegos. Frase para nuestra pequeña historia era aquella que anunciaba el fin del tiempo de juego: “tirando tres veces sin ésta…” Según avanzaba la noche la imaginación desbordada engrandecía la fabulación de sus relatos. Buena gente José a pesar de todo y de las pre ferias y post ferias que se montaba gestionando orquestas y telones para los bailes de la Parra.
El juego por antonomasia eran las carambolas. En algunas tiradas estorbaba la columna de hierro que sostenía la techumbre del local y había que acomodar el taco para sortearla, haciendo lo que en el argot se conoce como un lujo, que consiste en pasar el taco por detrás de la espalda a guisa de capote de lidia en el toreo por gaoneras.
Otro juego habitual eran las cuarenta y una. De una liara cónica forrada en cuero sacaba el regente tras impúdico meneo una bola para cada jugador. Estaban numeradas del uno al diecisiete y se guardaban en un casillero sin que los compañeros de juego supiesen el número que les había correspondido a cada uno. Ganaba quien primero conseguía anotar cuarenta y un tantos mediante el derribo de figuritas de marfil parecidas a los peones de ajedrez, descontando el número de la bola guardada. Hacer la real consistía en derribar de una tacada las colocadas en el centro y suponía el fin de la partida. El habilidoso jugador se llevaba el premio pecuniario que habíamos aportado cada uno de los jugadores, descontado el corretaje de la casa.
Allí pasamos muchas noches consumiendo tiempo, pipas y conversación. Fuera el mundo nos aguardaba, pasado ese ciclo de metamorfosis quiescente. El aún incipiente adulto se disponía a volar por otros prados menos verdes, pero quizás con más zurcidos, con más luz de satén diluida en los guateques donde comenzamos a enamorarnos reprimiendo impulsos y donde todo tuvo su fin al ritmo melódico que nos marcaron los Módulos.