Los que vimos por televisión las imágenes no las olvidaremos jamás. Sucedió en Armero (Colombia) en el año 1985. La niña Omayra Sánchez estuvo durante tres días atrapada en una poza envuelta en el lodo que había provocado la erupción del volcán Nevado del Ruiz. Le llegaba el agua hasta la boca y apoyaba sus pies sobre los cadáveres de su familia. Los intentos por salvarla, carentes de los medios adecuados, resultaron inútiles. Su lenta agonía conmovió a todo el mundo por la entereza, el valor y la sensatez que demostró en aquellos momentos tan dramáticos.
Bastantes años antes de este suceso, en junio de 1972, el fotógrafo Nick Ut fotografió a un grupo de niños vietnamitas que huían despavoridos por una carretera de las bombas de napalm. La niña que corría desnuda gritando de dolor por las quemaduras, junto con sus primos, era Kim Phuc. Esta impactante instantánea ganó el premio Pullizer al año siguiente.
Son dos testimonios que reflejan el sufrimiento que pueden provocar la naturaleza o la barbarie humana. Incontrolable en un caso, previsible y evitable en otro, si la condición humana no estuviera podrida por el odio, los fanatismos y los intereses económicos.
La inmensa mayoría nos conmovimos al contemplar estas escenas. Habría que tener muy mala baba para no hacerlo o ser un psicópata que no es capaz de sentir empatía por las víctimas.
Esa misma índole es la que en su faceta positiva salva vidas o muestra apoyo y solidaridad con los que sufren. De los dos comportamientos existen ejemplos abundantes. Repulsivos unos, encomiables otros. Como seres humanos rozamos la gloria o avivamos los infiernos.
Las guerras hacen rutina de la muerte y, como consecuencia, la vida pierde valor, hasta la insignificancia. El bien fundamental, individual e irrepetible, está a merced de sanguinarios iluminados, revestidos de mesías de sus pueblos.
Los medios de comunicación informan diariamente de los muertos y heridos que se van produciendo en atentados y contiendas. La última salvajada, centenares en un hospital. Números que conforman estadísticas a los que nos estamos habituando con pasmosa indiferencia.
Más abyecto aún, más denigrante, más enfermizo es justificar o condenar según bando, religión o ideología a los que pertenecen las víctimas. Una aberrante malformación de las conciencias y distorsión de valores que siente alivio el malsano placer de la venganza.
Existe un derecho natural, fundamentado a lo largo de los siglos por eminentes filósofos y pensadores, que distingue lo justo de lo injusto con validez universal y permanencia en el tiempo.
La humanidad va degenerando. Vamos cuesta abajo en la rodada hacia la autodestrucción.
¿En nombre de qué patria o de qué ideas pueden encontrarse justificaciones para matar a niños y personas inocentes?
Erigimos pedestales o condenamos al olvido, según y cómo. Creamos héroes o convertimos en villanos. Memoria u olvido, a conveniencia. Nadie, enarbolando banderas, tiene derecho a hacer sufrir a sus semejantes.