Había una taberna que parecía sacada de un dibujo de almanaque. El dueño tenía la nariz aporrillada y recorrida por hilillos violetas que se asemejaban al mapa de cualquier confederación hidrográfica.
No existía entonces agua corriente y la limpieza de la escasa loza se hacía en un lebrillo con agua de pozo que se echaba por la mañana y se cambiaba al día siguiente. Los restos del vino que quedaban en los vasos después de la última ronda se vaciaban en una cuba.
La iluminación del local procedía de una bombilla de no más de cuarenta vatios colgada del techo de un cordón trenzado que un día fue blanco y que se había ido poblando de motitas negras y tono amarillento con el paso del tiempo, provenientes de cagadas de moscas y del humo del tabaco.
A pesar de lo inhóspito del sitio se creaba allí un intimista ambiente de arrabal argentino y tango despechado que hacía sentirse a los tabernarios a gusto para la confidencia.
Al compás que se vaciaban vasos de vino en los gaznates sedientos de los asiduos clientes nocturnos afloraban a sus conversaciones evocaciones teñidas de deseos insatisfechos y de quejas que nadie atendía. La fantasía llamaba a los duendes del alcohol para que pintaran de rosa los oscuros trazos de la realidad y presentasen como consumados sucesos que sólo existieron en lo más recóndito de sus subconscientes.
Calentados por el vino, comenzaban a extender sus almas descarnadas sobre el mostrador. El tabernero, por no entrometerse en las conversaciones, canturreaba por detrás de la barra limpiando a rosca los vasos con un paño de color indeterminado.
A altas horas, cuando la noche subía al nido del sueño, se asomaba a la puerta y pronunciaba una frase ritual: “Paris duerme”, y cerraba por dentro para no molestar con las altisonantes conversaciones el descanso del vecindario que moraba en aquella zona del pueblo. Se hablaba de todo.La mayor parte de las veces atropelladamente y cortándose unos a otros en las réplicas. Cuando se lanzaban afirmaciones comprometidas el exponente de turno se dirigía al tabernero buscando alguna forma de complicidad o asentimiento a sus aseveraciones. Otras veces, el que hablaba miraba en derredor por si hubiese oídos escuchando, cuando eran ellos hacía tiempo los únicos que permanecían en el local. El tabernero de la tasca tenía como latiguillo una frase cuando escuchaba intimidades familiares comprometidas: “Lo que tapan las tejas”.
Algunas noches, si la clientela era de los incondicionales, se unía él a beber con el grupo y ponía su vaso, que hasta ese momento lo tenía en la parte baja de la barra, junto a los demás. Esas noches el desmadre alcohólico se prolongaba hasta poco antes de la amanecida, después de haber asentado los axiomas y teoremas que mueven e impulsan el devenir de la humanidad.
Para salir del establecimiento el tabernero hacía de escudero y asomaba la cabeza a la fría oscuridad para comprobar si había moros en la costa, comprobado lo cual, ordenaba la salida en imposible fila india para posteriormente dirigirse cada uno a sus casas respectivas, no sin ultimar algunos flecos inconclusos de los debates en la calle y no sin dejar en la retirada regueros sinuosos de meadas sobre el suelo.