Desde las fincas en las riberas del río Viar donde pastaban las ovejas, traían los pastores los rebaños siguiendo las rutas tradicionales de cordeles y cañadas para pelarlas con los primeros calores de mayo. Los mayorales eran los organizadores de todo el proceso a las órdenes directas del dueño.
Había en el pueblo tres “guaches”, que así se llamaban los locales donde se esquilaba. Pertenecían a tres ramas de un común tronco familiar. Estaban situados en las caballerizas de sus casas solariegas, en los corrales a los que se accedía por grandes puertas falsas. El mayor de ellos con capacidad para más de cincuenta esquiladores. En este no se exigía un tope mínimo de ovejas que pelar y era al que acudían las personas de mayor edad y algunos aprendices. En los otros dos los mayorales establecían una media de dieciséis ovejas por trabajador. No se controlaba esta cantidad individualmente, sino en conjunto. Si al final del día no se había llegado al cupo quedaba como tarea para realizarla el siguiente. A esto se le llamaba remonta. Los aprendices sólo recibían una gratificación discrecional al final de la temporada.
El manigero estaba encargado del funcionamiento del “guache”. Dependía del mayoral y liaba con un ayudante los vellones de lana según iban pelando las ovejas.
El morenero era el muchacho que paseaba por el “guache” con una lata de carbonilla. La traían de las fraguas y servía para que las heridas que producían los cortes no se “bichearan”. Siempre atento a las llamadas de los esquiladores que a la voz de ¡moreno! lo reclamaban.
Las tijeras de pelar tenían sus peculiaridades. En el ojo donde se meten los dedos centrales había una tabla pequeña y recta llamada palillo. En el otro, el del pulgar, una almohadilla de piel rellena de paja de centeno y una pieza de corcho, el “calcaño”, para ajustar el espacio y sujetar la almohadilla. Ambos ojos de las tijeras estaban recubiertos de lana para evitar los roces. Queda un dicho local sobre esta pieza. Cuando se corre demasiado en la realización de cualquier actividad se suele decir que no se aligere tanto que se va a perder el “calcaño”.
Los más diestros en el oficio formaban cuadrillas de cuatro o cinco y se desplazaban a los cortijos para pelar a destajo. A principios de los años setenta cobraban cinco duros por oveja.
Cuando el rebaño estaba pelado se realizaba el “repegao”, que consistía en marcar con pintura negra en los costillares el hierro de la casa. Después lo llevaban de nuevo al campo. Pasaban balando por las calles detrás del tañido de las esquilas que portaban los mansos.
En otoño llegaban grandes camiones del norte de España a llevarse la lana que se guardaba en los laneros metida en sacos. Se corría la voz entre los muchachos: ¡Ha venido el camión de la lana! Íbamos a la puerta a ver los vehículos y a observar la carga. En algunas ocasiones nos metíamos dentro a saltar sobre los sacos.