La oficina administrativa de la ITV es la sala de espera de una clínica con médicos de monos azules que inspeccionan tu vehículo y dan el visto bueno para que puedas seguir circulando. Llegan el dueño o la dueña de la máquina rodante con gesto serio y despistado pidiendo la vez. Tras el aguardo algo nervioso y pensativo, pasan, carpeta en ristre con la documentación, al túnel de operaciones. Luces, limpiaparabrisas, claxon, gases, meneos de los ejes, rodillos, frenos, volantazos a izquierda y derecha (por cierto, tuve ocasión de observar el ímpetu con que movía el volante el conductor que me precedía. No sé cómo quedaría con sus cervicales). El examen termina y se sale a la luz del día por la puerta opuesta tras el inmisericorde zarandeo propinado al coche. De nuevo a la oficina donde se espera con ansiedad el dictamen facultativo. Llama el empleado que devuelve la documentación con la pegatina recién obtenida o pronuncia la temida frase: “tiene que volver”. El apto conlleva un cambio radical en el semblante del dueño del vehículo. Si a la llegada dio unos buenos días que daban pena, ahora falta poco para que abrace al oficinista que le entrega tan preciado salvoconducto. La despedida a los presentes que siguen aguardando, es eufórica y amable, hasta la acompaña de gestos de cabeza y manos. Y es que somos como niños.