La tarde está azul y luminosa y transparente. Solo faltan los niños jugando en la calle, pero la plazuela está vacía. Pienso que estarán haciendo sus deberes o eliminando con ráfagas de metralleta a malvados en los juegos de sus móviles.
De pronto me parece oír lejanos ecos de una canción infantil, voces envueltas en candor y seda que apenas tocan los cristales se alejan y desvanecen por los resquicios del aire. Me asomo a la puerta, pero no hay nadie… El lugar y la añoranza han creado en mi mente el espejismo sonoro. Ha sido suficiente ese quimérico aleteo de notas musicales para llenar el espacio de bulla y de juegos.
Al atardecer, en este mismo lugar lleno ahora de luz y soledad, se jugaba al corro o la rueda, que aquí llamamos la mata. Los participantes giraban agarrados de la mano cantando canciones que acompañaban con cambios de sentido, agachamientos y palmas. Juego predominantemente practicado por niñas, aunque a veces nos incorporábamos los varones con un complejo de estar haciendo el mariquita lo que manifestábamos con gestos ridículos por exagerados y que resaltaban aún más nuestra estupidez.
Estas canciones fueron cantadas por muchas generaciones y permanecen en el acervo y en la memoria del pueblo: “En Sevilla a un sevillano siete hijas le dio Dios, todas siete fueron hembras y ninguna fue varón” “En Zaragoza cayó un cañón y en medio del agua, qué golpe dio…” “Si viniera un torbellino ‘arrecogiendo’ muchachos que se lleven a mi novio que dicen que está borracho…” “Quisiera ser tan alta como la luna, ay, ay, como la luna para ver a los soldados de Cataluña”, “A tapar la calle, que no pase nadie, que pase mi abuelo comiendo buñuelos…” “Que salga usted, que lo quiero ver bailar, saltar y brincar…”, “Al pasar la barca me dijo el barquero, las niñas bonitas no pagan dinero…” “El patio de mi casa es particular, cuando llueve se moja como los demás, agáchate y vuélvete a agachar…” “Estaba el señor don gato sentadito en su tejado…” “Tengo una muñeca vestida de azul…” “Al pasar por el puente, güi, güi, güi, de santa Clara, trico, trico tri, de santa Clara lairó, lairó, lairó, lairó…”
Jugábamos en nuestras calles, con un sentido de pertenencia que estrechaba lazos y unía en su defensa. Hasta existía cierta rivalidad. Se organizaban partidos de fútbol y otros juegos competitivos por zonas. En el de la mata había jornadas de convivencia amistosa lo que agrandaba el corro y lo hacía más vistoso.
Desgraciadamente el pueblo envejece y mengua. Pocos nacimientos, cuatro o cinco. Algún año incluso no se ha producido ninguno. Más de veinte defunciones de media. Un árbol al que se le caen las hojas sin esperanzas de que le broten nuevas. Los pocos jóvenes al terminar sus estudios se van a otros lugares en busca de esperanza. Una estadística fatal que como la carcoma lenta, pero inexorable, corroe los maderos y debilita el edificio.
Salgo de casa. El reloj marca una hora que es un puñal en el silencio. Es noche cerrada. Suena el cerrojo de una puerta que cierra la jornada y abre la alcoba. Comienza a llover ahora mansamente sobre el tiempo y el olvido.