El electricista pasaba al anochecer encendiendo las luces de la calle. Lo hacía juntando con un palo largo los interruptores de palanca que había a trechos. Al alba hacía el mismo recorrido desconectándolos.
La corriente eléctrica llegaba al pueblo por caminos de jícaras y palos procedente de la Eléctrica Berlangueña, pequeña empresa que suministraba fluido a varias poblaciones cercanas.
Cuando aumentaba el consumo por la noche se utilizaban elevadores de tensión, con agujeros y una clavija que cambiábamos manualmente según se necesitase subir o bajar el voltaje.
En otoño e invierno era frecuente que nos quedásemos a oscuras si soplaba el viento o llovía con fuerza. Empezaba la luz a palidecer y a temblar, como si preparase un estornudo oscuro.
“Se ha debido de caer un palo”.
Otras veces era una fase la que tomaba las de Villadiego y quedaba la mitad del pueblo a oscuras y la otra mitad con iluminación muy tenue.
Uno de aquellos años se quemó el generador y estuvimos tres meses sin fluido. Gastos en velas, petróleo para el quinqué o aceite para el candil. Las lamparillas de los santos cumplían una doble función: la de luz de emergencia y la de cumplir con devociones.
Las noches que había cine disminuía la luminosidad en las casas del pueblo. Quedaban teñidas de amarillo macilento mientras duraba la proyección de la película, como si la máquina sorbiese el fluido por los cables. Sabíamos cuando terminaba la función por el aumento del resplandor. Ya no tardarían en regresar los que fueron a ver la película. Algunas bombillas y aparatos pagaban peaje por esos altibajos.
Las luces de la calle nos han acompañado en muchas de nuestras vivencias infantiles y juveniles. Ya les cantaba Carlos Gardel: “Yo adivino el parpadeo de las luces que a lo lejos van marcando mi destino. Son las mismas que alumbraron con sus pálidos reflejos hondas horas de dolor…” Colgaban las bombillas de brazos metálicos en forma de ele al albur de las inclemencias del tiempo.
Iluminaron nuestros juegos y charlas de niño con su manto redondo de desvalida claridad sobre nosotros. Decían que a algunos novios no les gustaba su iluminación cuando llevaban a las novias a casa. Les tiraban piedras para romperlas. Así pelaban la pava a oscuras. No había muchos puntos de luz. Uno en cada esquina y en las calles más largas otro en el medio.
Testigos de nuestros regresos a intempestivas horas de alguna francachela o ferias de otros pueblos.
La adolescencia se añora cuando se pierde- ¡quién volviera a aquellos años!- sin acordarnos de que es un tiempo convulso e inestable, de intensos y variables afectos, en que también se sufre. Nos acompañaron alguna noche de desasosiego. Allí estaba esa farola donde los amigos nos reuníamos para hablar de amores y desengaños en la madrugada después de una noche de fiesta. Esa que guiaba los pasos diligentes de mujeres enlutadas al anochecido y a los labriegos de andar presuroso en la alborada. Cortejada por mosquitos y salamanquesas cazadoras fue cómplice de furtivos amores y de los primeros besos pubescentes. Sólo ofrecía su débil luz y el afilado silbo del viento entre sus hierros retorcidos, pero alguna compañía daba su presencia.