La lluvia

Las gotas de lluvia resbalan por los cristales formando redes que desembocan en los batientes de la ventana.  Desde el cobijo de mi cuarto, de las enagüillas y el brasero miro los tejados rojos y brillantes y escucho el ruido de las canales sobre el suelo. Pasa la gente con paraguas esquivando los charcos de la calle. En el árbol que se yergue enfrente, una paloma de ahuecadas plumas espera a que la lluvia escampe.
Poco a poco la claridad del día se desvanece y la luz de las farolas van ganando la partida a los grises matices de la tarde. Anochece y acuden recuerdos de otros días lluviosos, lejanos ya en el tiempo.
Ver llover cautiva y despierta sensaciones contradictorias. En estas horas linderas de los crepúsculos me acuerdo de personas ausentes y me remuerde lo que no les dije y debí de haberles dicho, como si la lluvia fuera queja llorosa de los que se fueron. Quedaron las palabras a mitad de camino entre mi deseo y sus oídos, perdidas en el vacío, sin encontrar a los destinatarios que quizás las esperaban. Escuece ahora el silencio de entonces, que fue muro y cerró el paso al cariño y al consuelo. Ya no sirven de nada, ni pueden oírlas ni mandarán emisarios a recogerlas.
Cuando el corazón latía al galope por los campos ardientes de las sienes, la timidez fue brida de caricias y lazo estanco de pasiones.
Por la ventana entreabierta del alma salen los sentimientos a mojarse con la lluvia que cae ajena a estas divagaciones.
Van los recuerdos sin rumbo, posándose de rama en rama.  En el internado donde se acentuaba mi añoranza en estos atardeceres tan cortos, la lluvia robaba mi dispersa atención de los libros y la llevaba hasta el patio de los naranjos, separado de la sala de estudio por grandes ventanales. De allí, qué vuelo tan dichoso, a las calles de mi pueblo.
Me gustaba escuchar el silbo del viento en los cables del tendido, en las cornisas y en los aleros de los tejados cuando estaba encogido en forma de cuatro en mi cama. Después, sentía el rumoroso caer de la lluvia que envolvía la noche con murmullos.
Nos gustaba a los niños ponernos debajo de los canalones con el paraguas y construir zancos con latas para meternos en los charcos. Intentábamos hacer presas con barro, entonces las calles eran de tierra, y detener el agua de los regajos. Pero la fuerza de la corriente abría boquetes en el muro. Buscábamos trozos de hierro de las fraguas que estaban calle arriba. Los recogíamos en una lata y se los vendíamos al peso al chatarrero.
Por los años sesenta empezaron a hablar de la lluvia radioactiva, provocada por los ensayos nucleares. Nos daba miedo mojarnos, sin saber bien lo que era aquello.
Mi madre pronosticaba la lluvia por los papeles que se arremolinaban en la esquina donde confluían tres calles. También cuando escuchaba el pitido del tren con nitidez los días anteriores. Los vientos del suroeste lo traían procedente de Fuente del Arco.
Es noche cerrada. Se escuchan los ladridos lejanos de un perro. El barco del sueño se adentra en el mar oscuro de la noche.  Suena un cerrojo, que es el toque de retreta de los pueblos.
 

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