La hija de Juan Simón

De vez en cuando llegaban por estos pueblos compañías de variedades con intérpretes de canción española y de flamenco. Sus canciones se escuchaban en la radio casi todos los días, sobre todo en las secciones de discos dedicados. En los cancioneros venían las letras y en la portada la fotografía del intérprete. Aquellas canciones las tarareaba el albañil haciendo mezcla, los labradores en la besana, la moza camino de la fuente o los herreros dándole al fuelle de las fraguas.

Una noche de invierno, no llegaría yo a los siete años, escuché a un hombre en la oscuridad de la calle cantar ‘La cama de piedra’. Seguramente vendría de donde el vino destapa la nostalgia y ahonda la pena. Sin entender muy bien el significado del mensaje de la canción, sí me estremeció aquella voz por el desgarro que transmitía y por las circunstancias de lluvia fina y  oscuridad.  ¡Qué triste dormir en un sitio tan duro con la noche que estaba!

Cuando La Niña de Antequera cantaba ‘Con los bracitos en cruz’ ensalzaba la abnegación, el amor de la madre al hijo por encima de todo y la determinación por juramento de hacer justicia en busca del padre que los abandonó.

Y esos mensajes llegaban al corazón de la gente y emocionaban. Como el ‘Vino amargo’ del desamor de Rafael Farina o la veneración del hijo a la madre de Pepe Pinto: “Toito te lo consiento menos faltarle a mi mare…” O la poderosa voz de La Paquera de Jerez por bulerías buscando en la soledad de las noches sin luna los luceros de unos ojos verdes.

Antonio Molina tenía muchas canciones famosas. Una de ellas, de la que ha hecho una versión recientemente Rosalía, emociona profundamente. ‘La hija de Juan Simón’. “Y era Simón en el pueblo el único ‘enterraor’. Y él mismo a su propia hija al cementerio llevó, y el mismo cavó la fosa murmurando una oración”.

Estos días la he vuelto a escuchar. Si la muerte siempre es triste para los familiares y amigos del difunto ahora se le añade a la tristeza la soledad de los entierros. El Ministerio de Sanidad ha prohibido los velatorios, tanto en lugares públicos como privados y domicilios particulares. Limita el número de acompañantes a tres allegados, además del ministro de culto correspondiente.  Las iglesias han cerrado y los muertos salen por la puerta de servicio de esta vida. No hay dobles de bronce al viento dando el último adiós, ni cabezas venerables destocadas en señal de respeto al paso del cortejo fúnebre. Aunque duela, es necesario para evitar males mayores, lo que no quita el sentimiento de impotencia y desgarro que produce.

Adquiere también profundo y triste sentido por la actualidad de la pandemia la rima de Bécquer, “unos sollozando y otros en silencio de la triste alcoba todos se salieron” … ¡Qué solos se quedan los muertos…y sus familias!

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