Cuando venía el botijero de Salvatierra con su burro y su carga de botijos, barriles, tinajas, orzas y pucheros, colocados cuidadosamente en unas angarillas especiales hechas de palos de retama y rellenas de pasto, nos compraban una alcancía.
Desde ese momento casi todo el dinero que nos daban iba a parar al fondo de aquella hucha ventruda. Bien que nos recordaban la finalidad de las dádivas: “Eso para la feria”
Por su ranura metíamos las monedas y los billetes, que entonces los había también de peseta, de dos pesetas y de duros, o sea, de cinco pesetas.
A veces, a escondidas de nuestros padres, poníamos la alcancía boca abajo y hurgando con un cuchillo lográbamos rescatar algunas monedas para dispendios no previstos o antojos. No era conveniente repetir muchas veces esta acción porque corríamos el riesgo de ser sorprendidos o que notasen la merma de peso.
Con un martillo y en presencia de nuestros padres procedíamos el día de la víspera al ritual de romper la hucha. Las monedas y billetes quedaban sobre la mesa como un maná salido de las entrañas rojas en lugar de llovido del cielo. Nos aleccionaban de la importancia del ahorro: poco a poco se junta mucho, pero nosotros sólo pensábamos en montarnos en las “cunitas”, comprar bastones de caramelos, jugar a la ruleta de puntas, comer turrón y golosinas, tirar con las escopeta de plomo en el tiro pichón y adquirir “restallaeras”, que eran como grandes cerillos de fósforo, uñas rojas pegadas en cartón y que al frotarlas sobre el suelo chisporroteaban con estruendo. Los más osados las encerraban en el hueco de sus dos manos y moviéndolas semejaban el cacareo de un gallo ronco. Aquella vorágine dilapidadora que nuestras mentes ilusionadas proyectaban sufría la frenada y el encauzamiento que el sentido común de nuestros padres imponía De lo contrario las ferias hubiesen durado un día, completo y pleno, pero rematado con cólicos, mareos y ruina total. El dinero es vuestro. Ahí está. Nosotros os lo iremos dando poco a poco cada día de feria.
(Apunte de Inmaculada Martín)
En las casas todo estaba preparado para esos días. En muchas de ellas el lebrillo con carne de guarrito en adobo tapado con un trapo blanco y una gran fuente de escabeche con gallo de corral, comidas propias para la anarquía de horarios y la disparidad de regresos de los moradores.
El melón más grande, la sandía más oronda y el gallo mejor criado se reservaban para entregarlo de donativo al Ramo, tradición de Ahillones que perdura y que consiste en un petitorio casa por casa acompañado de banda de música.
Al día siguiente se celebraba, y se sigue celebrando, la subasta de todo lo recogido, menos el grano, que se vende. Borregos, guarros, botellas de vino, macetas, jamones, cuadros, melones sandías, labores artesanales… Antes se hacían lotes y se pujaba por ellos. Ahora se compran cartas de la baraja y le toca, con la gente formando corro, al que le corresponde el siete de espadas. Eso es para verlo.