Con los brazos cruzados sobre el pecho parece que dormita. De vez en cuando suspira hondo e invoca a alguna virgen o algún santo. La carcoma del Alzheimer la aísla cada vez más de las conversaciones que mantienen los demás alrededor. Se nota que está ausente. ¿Qué pasará por el interior de su cabeza blanca? La enfermedad ha levantado un muro de indiferencia entre lo que le rodea y ella, como si estuviera de vuelta de todo y no le importara el presente. Ha extendido velas y se dirige sin remisión hacia la ensenada del olvido. Refugiada en sus pensamientos se ha alejado de lo más próximo, como el mar que abandona la playa en la resaca, y se ha ido concentrando en los recuerdos más remotos. Algunos de ellos permanecen indeleblemente grabados en su memoria, como ciertos episodios de la guerra incivil y bárbara. Los acuñados a fuego en los golpes de la madrugada. Los mantiene como un sello en el franqueo del alma. A ellos alude en las pocas palabras que de vez en cuando pronuncia, como la protagonista de aquellas migas canas que refiere Diego Algaba.
Quedan pocos testigos de aquellos tiempos. Poco a poco van abandonando el barco de la vida, que unas veces es sainete y otras, como entonces, fue tragedia. Nos estamos quedando sin las personas que nos cuenten sus vivencias e impresiones de aquella triste historia. Las luces de las calles del recuerdo se van apagando poco a poco en las esquinas.
Los últimos mozos llamados a filas por el lado republicano fueron los de la quinta o leva del biberón, nacidos en 1920 y 1921. No habían cumplido los dieciocho. Los que aún vivan tendrán ya 97 y 98 años.
Hoy quiero recordar a las mujeres de aquellos tiempos de oprobio, las que cogieron el timón de la vida con coraje y sacrificio para sacar adelante a sus familias. Las recuerdo con pañuelos negros en la cabeza y tristeza en los ojos, pasados los años de más violenta tempestad.
Fotografía de Bert Hardy
Tenían el alma hecha jirones y las palabras a medio camino entre el miedo y la boca. Las que estaban en la flor de la vida entonces y fueron madres y abuelas a finales de los cincuenta y principios de los sesenta. Ya han muerto casi todas.
Cuando leí la novela de John Steinbeck ‘Las uvas de la ira’, las veía reflejadas en la madre Ma Joad, casi milagrosa creadora de comidas con un trozo de tocino. Sostén espiritual y fortaleza de toda la familia.
Sobre los sufridos y valerosos hombros de estas mujeres cayó la penosa travesía de los años de la posguerra y del resurgir lento de la economía del país a base de sacrificios, dolor y privaciones. La juventud se les fue del cuerpo entre velos, mantones y cobijos, rezando por las almas de los muertos.
Hace poco murió una de las últimas supervivientes que conocí de aquellos años. Oyendo los dobles que anunciaban su muerte me acordé del poema de John Donne que sirvió después a Ernest Hermingway para titular su libro “¿Por quién doblan las campanas?”
«La muerte de cualquier hombre me disminuye porque estoy ligado a la humanidad, por eso nunca preguntes por quién doblan las campanas: doblan por ti».