Cada día, como siempre, el sol eleva impasible su corona de fuego y la hunde en el ocaso en su movimiento aparente. Así, por los siglos de los siglos. Desde su atalaya, si pudiera, habrá visto la evolución de la tierra, la entrada y la salida de la vida. Féretros y cunas en hileras. Y en medio, la existencia, las alegrías, las penas y el transcurrir de generaciones entre batallas y guerras. Testigo indiferente del progreso humano y de nuestra condición: nos matamos unos a otros, con quijadas o plutonio, pasando por piedras, machetes, venenos, lanzas, puñales, pistolas, bombas, misiles,… Hemos perfeccionado los medios para el mismo fin, que no ha cambiado. La técnica al servicio de nuestra propia destrucción. Los sentimientos de envidia, ambición y odio no han evolucionado, siguen invariables y enquistados en nuestra condición humana, origen de la mayor parte de los males que nos asolan.