A media mañana y vencida la tarde merodeábamos por la cocina buscando aplacar el apetito que cosquilleaba en el estómago. El lugar donde buscar alivio era el cajón del aparador. Allí se guardaban los restos de comida de la noche anterior. Solía haber también algo de queso, salchichón y chorizo. Al fondo del compartimento estaba el ‘machacaó’ con su redonda y porruda corpulencia, oliendo a ajos, pimienta, comino y nuez moscada. Si al abrir el cajón descendía veloz por la pista y se estrellaba contra la parte donde estaba mi mano es que no había tropezado en ningún obstáculo: señal evidente de la ausencia de viandas. Había que buscar en otros lugares para saciar el apetito. Por ejemplo, en el techo de maderos donde al oreo pendían de las puntas las morcillas, chorizos y salchichones. Con el guizque, palo largo con un gancho en uno de los extremos, al modo del electricista que encendía las luces de la calle por la tarde y las apagaba al venir el día, conseguíamos el objetivo.
La cocina era el centro de operaciones culinarias y de charlas. Me gustan las grandes, las de las casas de labranza con suelo de baldosas rojas, chimeneas con ‘topetón’ y techos de maderos, ladrillos y alfarjías. Allí estaba la tinaja con tapadera de madera y cazo en lo alto donde se almacenaba el agua cuando no llegaba todavía corriente por los grifos y había que acarrearla de las fuentes con burra, serones y aguaderas o se compraba a los hombres que la vendían de casa en casa por cántaros o carga completa. También la cantarera, unas de madera y otras de mampostería, en la que se colocaban los cántaros.
En torno al hogar, donde se hace el fuego, pasábamos muchas horas en invierno, las más de las veces siguiendo las piruetas caprichosas de las llamas de la lumbre. Al lado, una cuba para disponer de agua caliente. Del cañón de la chimenea pendían las llares, cadena donde se colgaba el caldero cuando se hacían migas o se guisaba para comensales numerosos. Tenían la altura regulable con un gancho que escalaba eslabones o los bajaba según necesidad de calorías. ¿Quién no se asomó de niño a comprobar dónde se sujetaban? Las trébedes también se utilizaban para poner sartenes, peroles, ollas y calderos. Había quien disfrutaba con las tenazas en la mano, como capitán al mando del timón de un barco y estaba constantemente avivando la candela y acomodando los leños que caían vencidos por el fuego. El tronco trashoguero se ponía en la parte de atrás, pegado a la pared de la chimenea. Repartidos por las paredes de la cocina estaban el vasar, la alacena, la espetera…En el ‘topetón’ un almirez dorado que por acendrada alcurnia eligió música y ornato y abandonó la dura brega del aporreo del ajo y las especias.
Uno de los preparados más simples y sabrosos que recuerdo era el chorizo o salchichón cocidos con vino. En rodajas con pan una tentación irresistible.
¿He soñado, los he imaginado o fueron reales aquellos cuentos al calor de la lumbre que contaban los abuelos? Inolvidables noches de invierno sin tele. La imaginación y la fantasía se desbordaban ante el imán de las llamas, siempre esquivas, sinuosas, anaranjadas, amarillas, azuladas… ¡Están tan lejos!