La caza, que sirvió de medio de subsistencia a nuestros remotos antepasados y a los menos remotos cuando la escasez de alimentos aguzaba pómulos y hundía las cuencas de los ojos, se ha ido convirtiendo con el paso de los años en una actividad recreativa, deportiva y comercial. También la utilizan como recurso de medro y postureo avispados y pretenciosos, ataviados con prendas verdosas y elegantes de buen paño. Esta faceta la encontramos reflejada en ‘La escopeta nacional’ de Luis García Berlanga. Una visión humana, sencilla y divertida se encuentra entre las páginas de ‘Diario de un cazador’ de Miguel Delibes.
En el medio rural la caza ha estado incardinada en la forma de vida de sus habitantes en las diversas modalidades de su práctica. En el Quijote leemos cómo uno de los atributos que distinguían al hidalgo caballero era su galgo corredor.
Aunque en tiempo de veda se les colgaba del cuello el tanganillo para dificultarles la carrera los campesinos se los llevaban al campo y si en el ir y venir por la besana con el arado se veía una liebre encamada en un surco no era raro aliviarlos de tal penitencia por si podían llevarse alguna para casa escondida entre alforjas y aparejos.
La caza con galgos no necesita arreos. Un buen can, paso corto y vista larga. Conocer el terreno y recorrerlo palmo a palmo.
Con la luz del alba que traza perfiles al lubricán y alarga sombras salen los galgueros al campo. La tradición oral ha ido decantando tópicos sobre el lugar donde puede encontrarse la liebre, según sean las condiciones atmosféricas, aunque después salta donde menos se espera. En mañanas de heladas intensas, entre los juncos del arroyo, cerca del agua; a resguardo del viento en las laderas de cerros los días de temporal y casi siempre al salto del camino para facilitar su huida. Los más observadores las ven en la cama, lo que no es fácil debido a su gran mimetismo.
Cuando aún quedan en el aire húmedo de los valles y riberas leves hilachas de bruma suspendidas y en las incipientes hierbas del otoño brillan gotitas de rocío comienza el rastreo. Las voces de los cazadores jalean a los galgos para que empiecen la carrera una vez localizada. La liebre esquiva, sortea las acometidas, recorta inesperadamente a cada trecho y busca la protección en el arbolado o en los vericuetos del arroyo. El galguero sube el otero más cercano para seguir la carrera que cambia constantemente de sentido. Unas veces regresan con la presa y otras de vacío.